El almacén estaba próximo a cerrar. No quedaba ya mucha ropa que pudiese venderse fácilmente y en las estanterías se podían apreciar los vacíos de la liquidación.
Uno de los maniquíes estaba semidesnudo por culpa de alguna compra impulsiva que exigió arrancar la ropa del único cuerpo en el que podía lucirse bien. Alejandra podía recordar vagamente como una señora se embutió en la blusa que quedaba perfecta sobre la piel de “auténtico color piel” #18B del maniquí. No pudo hacer nada por evitar ese doble acto en contra de la naturaleza; la blusa destrozada lentamente por la presión ejercida en su contra y el dejar desnuda a una obra de arte diseñada para portar la blusa.
Ella se hallaba al fondo del almacén entregando pantalones a una joven indecisa que terminó probándose seis antes de decidirse a comprar una falda.
Alejandra cerró la entrada principal y dejó partir a la vendedora que le acompañaba. Estaba extenuada y veía lo que quedaba del almacén con una sensación mezclada de melancolía y satisfacción. Al ritmo que llevaban no quedaría nada en una semana.
No es cierto. Siempre queda algo. Un pantalón aquí, un brassiere allá, ciertas blusas de tallas imposibles o de colores próximos a ser considerados ilegales quedarían para que con su presencia todo se viera más desolado. Dejó escapar un suspiro para darle punto final a la ensoñación y buscó en el baño la escoba y la pala.
Arrancó de la vitrina el número que correspondía a los días que le quedaban al almacén, dio la vuelta y el maniquí se hizo notar otra vez. Sus pezones duros le miraban, pidiendo algo de atención. Pensó que tenía tiempo de ponerle algo encima.
Deambuló por los pasillos recogiendo prendas para poner en el maniquí. Apenas era evidente para sí misma que miraba en dirección al torso desnudo para saber qué tipo de cosa podría estimularle al vestirla. Las blusas, el corsé y las camisetas ajustadas colgaban de su mano como una lista de deseos. El maniquí recibió sin mucha emoción la primera blusa de mangas largas, mientras Alejandra rozaba no muy accidentalmente ciertas partes de los brazos y menos todavía ciertas partes de sus senos al abotonar. Vio el maniquí y consideró que eso no era lo que le estaba buscando. Desabotonó desde abajo hacia arriba la blusa y quedó con la mirada frente a la ausente cabeza de la modelo.
Su cara se enrojeció al notar que una gota de sudor frío le corría por la frente. El hecho de que el maniquí no tuviese rostro le agregaba una dimensión extra a su belleza. Las cabezas suelen tener expresiones perdidas y ojos de muñeca, que le producen siempre miedo. Al escoger los maniquíes los solicitó sin rostros extraños de cabellos azules o expresiones sostenidas. Sin cabezas. El cuerpo perfectamente irreal le atraía. La segunda blusa, de color negro y ajustada en la cintura se veía bastante bien, pero no estaba segura de que fuese lo que buscaba. Al retirarle la blusa pensó que era algo incómodo estar tan visible. Se retiró junto al maniquí al interior del almacén. Apagó las luces.
Para acomodar las camisetas ajustadas dejó de fingir que era accidental que estuviese tocando los senos. Fue un poco más allá y pasó su mano por la espalda, sintiendo la piel tibia y artificial del maniquí, dejando que subieran por su cuerpo oleadas de calor. Apoyó la palma de su mano contra el pezón derecho, notando en su dureza lo distinto que se sentía de los suyos. En un acto de descaro inusual se quitó su propia blusa y descubrió sus senos para pasarlos contra los de su compañera. El maniquí los recibió con gusto, enfrentando su frío al creciente calor del cuerpo de Alejandra.
El corsé fue a diferencia del resto de prendas, más interesante de poner. Al pasar la cinta por cada argolla, al ajustar cada cierto tiempo, al amarrar el nudo que coronaba todo, fue sintiendo que la incómoda humedad en su interior aumentaba. No podía seguir así. Quedaba solo una semana y después de eso no iba a volver a trabajar junto a un maniquí como éste. Su cuerpo esbelto y completo (a pesar de no tener nada del cuello para arriba) la había encantado. Tocó las nalgas del maniquí. Se sintió un poco atrevida y le dio una sonora nalgadita. Subió la mano por la larga falda negra que le había puesto para combinar con el corsé. Le gustaba lo que sentía.
Dejó el corsé puesto perfectamente en él y terminó de desvestirse. Tomó la mano del maniquí y la acomodó contra su vagina. Se le acercó hasta sentir como el dedo entraba suavemente en ella. Apoyó sus brazos en el maniquí, imaginando una amante que la masturbaba maliciosamente. Deslizó con lentitud su cuerpo hasta que el dedo del maniquí tocó una parte sensible en su interior. Comenzó a temblar cuando subió un poco su cuerpo, moviéndose sobre el dedo, sudando a cada centímetro del dedo que entraba en ella cuando volvía a bajar.
Sentía la circulación acelerarse al entrar y salir, cada vez un poco más rápido, mientras reprimía el deseo de gritar. El roce del corsé contra sus senos se sentía glorioso. Encontró un ritmo perfecto al poco tiempo. Por el dedo se deslizó una espesa gota que no terminó de caer hasta que ella llegó en un silencioso pero intenso climax.
Desnudó el maniquí. Se arrodilló ante esta escultura de mujer perfecta y comenzó a besar su pie derecho. Lo posó sobre su pecho, acariciándola con el dedo gordo en la aureola de sus senos, presionando firmemente al quedar justo sobre el pezón. Recorrió el resto de la pierna con su lengua, hasta llegar a su pelvis indefinida, como la de una muñeca. Retiró el maniquí de su instalación, que era un trozo de hierro que atravesaba lo que de debería ser su ano y la acostó sobre la alfombra del vestier.
Encerrada en el vestier se sentía a una distancia segura de cualquiera que pudiese escucharla. Se acomodó entre las piernas del maniquí, rozando su pelvis contra la piel lisa y perfecta de su asexuado objeto de deseo. El cuello sin cabeza de su maniquí estaba contra la pared, permitiendo que ella se restregara libremente. Esta vez dejó salir los gritos que antes tuvo miedo de soltar. Cada fricción era estimulante, incomparable contra cualquiera de sus experiencias sexuales. No dejó de gritar hasta que su garganta se secó, mientras sus últimos y ya dolorosos orgasmos no le permitían dar sino unos débiles gemidos.
Se acostó exhausta junto al maniquí y lo abrazó afectuosamente. Dejó su mano apoyada sobre uno de los senos hasta que recuperó el aliento. No quería dejar el maniquí nunca más. Lo amaba ahora.
Pensó que era su almacén al fin y al cabo. Se lo llevaría. Lo levantó y lo llevó hasta su instalación, donde lo acomodó cariñosamente sobre el falo que le mantenía en pie. Se enjuagó el rostro para retirar un poco el sudor y respiró hasta dejar que la excitación la abandonara o al menos dejase de ser tan evidente.
Antes de salir, Alexandra recogió el corsé y un par de prendas atrevidas que eran de la talla del maniquí y las puso en su bolso. Dejó el recibo del retiro.
Dejó un maniquí menos en el almacén y uno más en su alcoba. Como amante. Como observador. Como un posible tercero. |