Mil Quinientos Uno intuye que él será quien deba proseguir con esta triste historia. Sabe que carece de imaginación o si la tiene, en esos momentos está absolutamente obnubilada. Pero está aterrorizado. Ha visto un gesto de súplica en los ojos de Mil Quinientos. Se aproxima a éste y ve que está exhausto, el soberbio cuento parece jadear y se puede sentir un silbido en su pecho que pregona su próximo fin. No el fin que el cuento hubiese querido, sino el más humano de los fines, el que merece un responso y un epitafio, unas cuantas lágrimas y luto oficial.
A punto del desfallecimiento, Mil Quinientos Uno intenta recapitular el relato. El se ha abanderizado con el lorito Jaime, le molesta la postura melancólica de Marie Claire y cree que León debió ser más maduro y no haberle seguido el juego a la muchacha. Pero sabe también que los personajes se mueven con autonomía, se imponen en todo relato y son los dueños de la historia. Intenta, por lo tanto, que Marie Claire sonría porque sí, que Jaime sobrevuele la habitación entonando una melodía romántica y que León acuda a la mansión y sólo bese a la chica sin pedir ni dar explicación alguna. Pero no puede. Los personajes son voluntariosos y sólo el lorito le concede un graznido simpático.
Por lo tanto, Mil Quinientos ha decidido tomar el papel de espectador y contempla todo como si fuese una obra teatral.
El lorito Jaime debió ser llevado donde un veterinario, quien diagnosticó depresión. Pero Jaime, abriendo sus ojitos, a los que lo quedaba muy poco dorado, tornándose en dos ranuras grises, dijo:
-No es depresión, doctor. Lo mío es desesperanza, que no es lo mismo.
El veterinario, un tanto humillado por la réplica, le recetó a Jaime un antidepresivo, ante la certeza de que no existía ningún remedio contra la desesperanza.
Marie Claire, se decidió a viajar a la caza de su alma. Sabía que esta, sin lastre alguno, se elevaba rauda por sobre montes y valles y ahora debía estar muy lejos de la estratosfera. Como no existía la posibilidad material de remontar tal vuelo, le encomendó a sus sueños la posibilidad de abordar el primer avioncillo rosa que apareciera, para alcanzar a la causante de sus desdichas.
Como los sueños no se programan, debió aguardar mucho tiempo, hasta que una noche cualquiera, tan cualquiera como todas las tristes noches de Marie Claire, avistó el famoso avioncillo rosa y lo abordó con premura.
Entretanto, León había soñado algo espantoso: el lorito Jaime había muerto y en esos momentos era sepultado en una ciénaga que se encontraba en medio de la selva. Marie Claire lo lloraba, pero, luego, su piel se tornaba oscura, transformándose en un espectro de los bosques, alguien que sólo se dedicaría a esparcir su llanto, utilizando los vientos oceánicos.
Con paso resuelto, tan resuelto que ni el propio cuento Mil Quinientos Uno podría describirlo mejor, León se aproximó a la morada de la mujer que tanto quería y con tanta obstinación, ella se deshacía de sus brazos para reprocharle lo absoluto. No concurriría a pedir perdón, ni siquiera sabia si entraría.
Pero, así como la pasión se siente, no con los sentidos habituales sino en una zona indeterminada de cada cual, así, León sintió que en aquella mansión ahora habitaba alguien que distaba mucho de la niña melancólica y rabiosa. No fue algo olfativo, ni táctil, menos visual. Cuando un aleteo sordo le hizo levantar la vista, vio a su amigo del alma, el querido Jaime, quien, luego de saludarlo con efusividad, se encaramó sobre uno de sus hombros y ya no lo abandonó.
Cuando saludó a Marie Claire, León vio en sus ojos aún más brillo que el que le había conocido en su primer encuentro.
-¿Existirá para mí la posibilidad que me perdones?- dijo ella con voz dulce.
León nada dijo y sólo la tomó entre sus brazos y la besó como nunca antes la había besado. Los ojos de Jaime, que habían recobrado el color dorado, brillaron de emoción.
-Me parece que es un buen comienzo- dijo el lorito y entonó una festiva melodía.
-Te amo- dijo ella.
-Te amo- respondió él.
Y la paz se hizo en aquellas almas, una, recuperada desde las alturas y la otra, dispuesta a hermanarse con aquella, como sólo pueden hacerlo dos criaturas que son conscientes de sus propias diferencias…
Mil Quinientos Uno no podía creerlo. Había finalizado la historia –o ella se había finalizado a sí misma, y todo había terminado como en los cuentos de hadas. Pensó en el arrogante Mil Quinientos, fenecido en la culminación de su relato y creyó que sería conveniente rezar una oración por su alma de cuento irrealizado. Pero no pudo hacerlo, por la sencilla razón que los cuentos sólo son el medio, un medio que no es agua, que no es viento, que no es nada. Aunque a veces, ellos mismos se crean personas y se vanaglorien de tal situación, transformándose en seres erráticos, en busca de algún sin sentido, después de todo, son una simple alucinación, un espejismo o una jerigonza de palabras. Y en eso, sí que se parecen a muchos hombres…
(Y este cuento pasa por un zapato roto y se queda remendándolo).
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