El cuento Mil Quinientos quiere ser el mejor de todos. Por lo tanto, se acicala, se encrespa las pestañas, se coloca su mejor traje y ensaya unas cuantas posturas frente al espejo. Luego intenta superar a la tracalada de cuentos que lo preceden, tarea improbable si se mira desde un punto de vista estadístico y muy posible si se considera desde una óptica realista. Es casi seguro que esos mil cuatrocientos noventa y nueve cuentos, no sean nada más que esmerados intentos por llegar a ser una obra de alto vuelo, un texto que se quede para siempre en la memoria colectiva.
Pero Mil Quinientos se tiene una fe descomunal. Se ha permitido hojear cada uno de los que considera rivales a vencer y ha hecho un mohín de desprecio. Alentado, al comprender, según él, que tiene el campo libre, contempla el entorno con una sonrisa en sus labios. Ahora bien, ¿Qué puede narrar que sea tan excelso para empinarse con brillo propio por sobre los demás?
Mil Quinientos realiza ejercicios vocales y también se permite correr un par de kilómetros para adquirir un óptimo estado físico. También hace pesas, hidrata su traslúcida piel con máscaras de plátano y palta que dicen, son las mejores. Como el lector habrá podido comprender, Mil Quinientos no tiene sexo pero si ha logrado aprehender todos los hábitos de las féminas y, a su vez, el espíritu competitivo que pone entre la espada y la pared a todos los hombres. Mil Quinientos es un híbrido que sólo está capacitado para auto regularse, ser vanidoso hasta niveles increíbles y hará todo lo posible por ser el mejor. Su autoestima es inmensa y como diría alguien del sur, se cree el cuento.
Pero, si bien Mil Quinientos puede llegar a ser considerado como un hito, independiente esto de sus reales méritos; un poco en la nebulosa se encuentra Mil Quinientos Uno, símil de lo que podría considerarse el síndrome del segundo hijo, un poco menos brillante, dubitativo en extremo y con un pánico escénico inconmensurable, al atisbar que es la piedra inaugural de la próxima centena.
Mil Quinientos lo desprecia, lo considera una insignificancia, ni siquiera le manifiesta su desagrado, más bien, lo ignora y sólo se preocupa de realzar su capacidad, punto importantísimo para lograr su objetivo más preciado.
Y, de este modo, Mil Quinientos entra en escena, glamoroso, insuperable, ufano:
Marie Claire pertenecía a la alta sociedad. Rodeada por la juventud más encopetada de la época, desdeñaba todo aquello que no poseyese el fulgor de su estirpe. Perteneciendo a una de las familias más adineradas de la comarca, se ufanaba de sus muchos dones. Si bien, no era agraciada en extremo, poseía un carácter dulce y un temperamento melancólico que la obligaba a permanecer semanas completas, postrada en su suntuoso lecho. Sus padres la consentían en todo, le satisfacían todos sus caprichos, incluso habían aceptado a traerle un loro que dialogaba con quien se le colocara por delante.
-¿Me podrías tú explicar, querido Jaime, por qué me ocurren estos episodios atroces en que se me atora el entendimiento y el alma se me apaga?- preguntaba la muchacha al lorito.
Y Jaime, que así se llamaba el simpático avechucho, recorría la elegante estancia con sus dorados ojos y luego, tragando saliva, o imitando hacerlo –había aprendido a frasear gracias a la acuciosa enseñanza de un profesor de castellano que lo adoptó, en uno de sus viajes a Centroamérica- le respondía a la niña:
-Querida Marie Claire. Podría darte muchas razones e intuyo que cada una de ellas te dejaría muy satisfecha. Pero no me gusta engañarte, no está en mi naturaleza. Lo tuyo es simple pereza de espíritu, perdona que te lo diga. Has poseído todo lo que has deseado desde que eras una pequeña y eso hastía a cualquiera. Tus progenitores te han colmado de regalos y han satisfecho todos tus deseos. Pero, y pon atención a este pero, no todo es accesible ni todo está dispuesto para tu servicio. Y eso te deprime, ya que esas cosas esenciales, los contrapesos que le dan consistencia a nuestra alma, no existen en la tuya. Y, de nuevo perdóname, tu alma es un globo repleto de ego que te sobrevuela y podría arribar al espacio interestelar sin tener la menor conciencia de ello.
Y Marie Claire sollozaba hasta que le daba hipo, mientras el lorito se cobijaba en su regazo para colocarse a buen resguardo de aquellas lágrimas tormentosas.
Un día cualquiera, tan cualquiera como todos los días de la muchachita, apareció en su mansión un jovenzuelo de bello aspecto que la miró con desaire. Esto bastó para que Marie Claire se interesara de inmediato en él. Guardando las formas establecidas, envió a Jaime para que indagara la estirpe del recién llegado. Este dijo llamarse León, un estudiante de arquitectura, que solicitaba permiso al dueño de tan elegante residencia, para plasmarla en el papel.
Muy pronto, León se hizo asiduo de la noble casa, fascinado por la magnífica construcción, sin desconocer para sí mismo que también se había fijado en esos luminosos ojos oscuros que lo contemplaban con disimulo. Por intermedio de Jaime, el inteligente lorito, Marie Claire comenzó a enviarle recados al joven, quien, por el mismo expediente, le mandaba saludos y también palabras afectuosas. Pero, en su presencia, el joven permanecía inmutable, preocupado de dibujar con la mayor precisión posible cada recoveco de la mansión. Tanto así, que la muchacha terminó por convencerse que tales saludos no eran otra cosa que una piadosa invención del bueno de Jaime.
Pero, otra tarde cualquiera, los ojos oscuros y luminosos de Marie Claire coincidieron con los de León, rasgados y pardos. Ella, nerviosa, intentó disimular, pero el joven le sonrió y le hizo un gesto con su diestra. Este fortuito hecho provocó que los jóvenes comenzaran a entablar entretenidas conversaciones.
Desde entonces, Marie Claire y León se hicieron inseparables y en medio de ambos, Jaime, el lorito, moderaba las elevadas conversaciones de los jóvenes y terciaba para dar a conocer su punto de vista cuando lo creía necesario.
Muy pronto, León confesó que era un modesto estudiante que vivía junto a su padre, un pintor aficionado que soñaba con tiempos de gloria. Tanta era la donosura del muchacho, tan marcada su personalidad y tan claras sus metas, que, lejos de ser discriminado en aquel hogar, fue acogido como uno más y se le asignó un departamento para que no tuviera que trasladarse a su lejana vivienda. El más contento con todo esto fue Jaime, que por fin había encontrado a alguien con quien intercambiar impresiones sobre temas culturales, literarios y políticos.
Los jóvenes, como es de suponer, se enamoraron como sólo los muchachos de su edad pueden hacerlo, es decir, con delectación, pasión y locura desatada. Juanito sonreía, al intuir que lo que estaba sucediendo era maravilloso y que si todo salía bien, podría ser parte de una hermosa familia.
Sin embargo, el carácter melancólico de la chica le hacía ver situaciones inexistentes: creía que León tenía otra amante, que era casado, que sólo era un embustero y todos esos pensamientos se los enrostraba al muchacho. Este, que también tenía su carácter, se enojaba con ella y se retiraba a su habitación para estudiar y meditar. Jaime se ponía muy triste con todo aquello, por lo que enmudecía y nadie lo podía sacar de su rincón.
Pero estas discusiones daban paso a una reconciliación maravillosa, ambos renovaban sus juramentos y el lorito revoloteaba feliz, dando a entender con ello que los seres que él más amaba, habían recobrado su felicidad.
Estas situaciones se sucedían con periodicidad y hubo un altercado que pareció augurar el fin de la relación. Marie Claire dijo cosas horribles, le enrostró a León su origen humilde, lo tildó de bastardo y el muchacho, muy digno, tomó sus bártulos y despidiéndose de los padres de la muchacha, se marchó de aquella mansión. Jaime, sin poder comprender tanta iniquidad, sólo se largó a llorar como lloran los loros, es decir, sin lágrimas pero con una profunda pena en el alma.
Marie Claire, después de un largo período de postración, se propuso olvidar para siempre a ese muchacho que tanto daño suponía que le había hecho. Para ello, organizó suntuosas fiestas en las cuales conoció a muchos chicos aristócratas. Bailó, cantó, se rió con ellos y parecía que había conseguido por fin romper el vínculo con León. Mas, cuando todo había terminado, cuando la música, la risa y el bullicio se apagaban, su alma quedaba en blanco y sin entender el por qué, prorrumpía en sollozos que sólo acallaba el alba.
Pronto, Jaime dejó de comer y enflaquecido como un espectro de ave, permanecía mustio en un rincón oscuro. La muchacha, por su parte, adelgazó a tal punto que sus padres temieron que estuviera gravemente enferma. Todo hacía suponer…
Aquí, Mil Quinientos, acaso contagiado por el dolor que trasunta esta historia, o quizás víctima del sobreesfuerzo desplegado para mantenerse en forma, tal vez, agobiado por la presión que se había auto impuesto en su propósito de ser el mejor cuento, se desplomó y quedó exánime en el piso.
La angustia se le refleja en sus ojos pintarrajeados, no soporta la rendición, intenta levantarse, pero le es imposible. A lo lejos, derrotado antes de comenzar a participar, Mil Quinientos Uno contempla la escena con terror. Teme, teme demasiado. Intuye que el será quien…
( Uyy)
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