Pedro, el puritano, ya no aguantaba las ganas de orinar. Apretaba los muslos, las nalgas y hasta los dientes. La sensación de tener dolor, sin ser dolor, aprisionaba su vientre, y sentía que sus testículos ya no eran de él, sino del diablo. No sabía si meterse un dedo entre el fondillo, o chuparse el dedo grande del pié derecho. Todo era desesperante. Y, para colmo de males, le dieron ganas de evacuar...
La autopista se le hacía larga, larguísima. A 80 millas por hora no había consuelo para encontrar un Burger King o un Kentuck y así poder desentenderse de esa apremiante necesidad fisiológica que le agobiaba. Ahora ya los ojos se le brotaban en la cúspide del deseo. Un rictus de amargura se dibujaba en el desencajado rostro. Gotas de sudor frío descendían por la vertiente de los dos surcos paralelos a la nariz la cual, roja por el sufrimiento, hinchaba sus dos fosas cual toro de lidia en plena faena.
Las orejas parecían moverse hacia atrás y hacia delante. Su frente, arrugada en mil surcos de angustia, más parecía un gigantesco tornillo de pena...
Las manos temblorosas, resbalaban en el timón del auto debido a la profusa sudoración que empapaba a sus palmas, haciendo que los dedos intentaran agarrotarse sobre el suave cuero que lo cubría.
El cuello, hinchado y tenso, dejaba entrever unas gigantescas venas que estaban a punto de estallar. Se fatigaba; sus pulmones apenas recibían pequeñas bocanadas del necesario aire e hiperventilaba.
Nausea seca, dolor abdominal que se reflejaba hacia la espalda baja, sintiendo como cien ladrillos que le pesaban en los lomos.
Explosión inminente.
Encuentra una salida. El Burger King enfrente. ¡Un baño, un inodoro por favor! ¡Que muero!
-Señor, lo sentimos- Está cerrado...
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