“Herodes y el Mesías”
Sentado en su trono, preocupado y algo decepcionado, pensaba en los tres extraños magos orientales que lo habían burlado y que ya no volvería a ver. Recordaba los presentes que le habían traído al Rey de los Judíos que acababa de nacer: oro, mirra e incienso. Pese a que su padre era Idumeo y su madre nabatea; Herodes (el más grande de los reyes de Israel después de David y Salomón) no desconocía las profecías judías y no ignoraba que esos regalos (que significaban realeza, humanidad y divinidad) solo podían ser entregados al Mesías, al Salvador prometido desde el inicio de los tiempos.
Herodes no ignoraba, porque era ya un anciano y la Promesa Divina apenas había salido del vientre de su madre, que no vería la plenitud del cumplimiento de esa promesa, pero también, que aún le quedaba mucho trabajo por hacer. Como todo judío sabía, que en las obras de Dios, el azar es computable en cero y que si todo sucedía bajo su reinado era lógico que él tuviera que cumplir su parte. Con esa firme convicción, mandó a llamar a Zacarías el Levita.
Porque no ignoraba nada sobre él, le parecía un personaje notable, digno de ser el padre del Mesías. Zacarías era un sacerdote menor, puntilloso en el cumplimiento de la Ley y generoso con los pobres, los huérfanos y los desvalidos. Había sido padre a una edad muy avanzada, cuando todos creían que Dios lo había castigado a morir sin descendencia por alguna falta secreta. Antes de la concepción había tenido una visión, mientras ofrecía incienso ante del Altar, que no pudo comunicar porque quedó mudo hasta el día de la circuncisión de su hijo al que llamó (contra toda lógica) Juan y a quien consagró al Señor. Pero lo más importante para herodes radicada en que Zacarías era un reputado estudioso de las profecías mesiánicas.
Zacarías se presentó ante Herodes con humildad y terror. Conocía la crueldad del rey y no esperaba nada bueno de esa entrevista. Ingresó a la sala del trono y se sobresaltó al quedarse solo con él. Herodes veía conspiraciones en su contra por todos lados y no podía entender la ausencia de sus esbirros y guardaespaldas extranjeros.
-Zacarías –le dijo con un tono de voz que rozaba sospechosamente la amistad-. ¿Es tu hijo Juan el Mesías esperado?
-No, mi rey. No lo es.
-¿Y cómo lo sabes? ¿No ha sido Juan engendrado en forma milagrosa?
-Porque el Mesías nacerá de un vientre virgen del linaje sagrado de David y el de Isabel, ciertamente, no lo es.
-Entonces, ¿quién es el Mesías? ¿Quién es Juan para que lo consagres al Señor?
Zacarías lo sabía, o al menos, lo sospechaba, pero no estaba dispuesto a reconocerlo aun bajo tortura a la que Herodes era tan afecto.
-Juan será la voz que clame en el desierto, él que allanará las montañas del pecado y él que preparará el camino llamando a los Hijos de Israel al arrepentimiento. Juan será el Elías que había de venir.
-El Elías que había de venir… -repitió Herodes no del todo convencido-. Entonces, Zacarías, sabes quien es el Mesías. Dime donde está para que pueda adorarlo durante los pocos años de vida que me quedan, para que pueda limpiar mis pecados y atraerlo al trono que por Derecho Divino le pertenece.
-No lo sé, pero no vendrá a ti. Será de cuna humilde como lo fue David. Además, mi rey, todavía falta una señal que anuncie su llegada.
-¿Qué señal, Hijo de Aarón?
Zacarías comenzó a temblar y cayó al piso presa de convulsiones y espasmos. Cuando parecía muerto, se irguió tieso como una tabla, con los ojos en blanco y un semblante aterrador. Volvió a hablar, pero esta vez, con una voz segura y firme, como salida desde sus entrañas.
-Falta el llanto de Raquel que se lamenta por sus hijos. La estrella ya está en el cielo y el Espíritu del Señor en la carne. ¡Herodes! –Gritó señalándolo con el brazo extendido y el dedo rígido- Lo que debes hacer, hazlo pronto. Porque yo ya estoy delante de ti.
Zacarías volvió en sí sin saber lo que había dicho y sin comprender porque el rey lo despedía con tanta premura y cortesía.
Cuando quedó solo, Herodes lloró y, resignado al triste papel que le correspondía en la historia de la Salvación, mandó a matar a todos los niños recién nacidos en Belén de Judea.
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