Desde niño he oído contar, una y otra vez, las grandes hazañas que se le atribuyen y los innumerables milagros que supuestamente ha concedido. En casi todas las callejuelas del villorrio, con majadera insistencia, pueden hallarse fotografías suyas junto a la Virgen de Urkupiña o a la imagen del Cristo negro y rodeadas de velas plásticas ya marchitas. Inclusive don Manuel, campesino viejo y con fama de huraño, le narra a los turistas inverosímiles anécdotas sobre el santo a cambio de una botella de cerveza en la cantina de Macedonio. A mí, sin embargo, no me inspira ni me ha inspirado nunca el más mínimo interés. El entusiasmo que despierta Ernesto en la comunidad me parece propio de un fervor ocioso, debido, simplemente, a lo aburrida que es la vida por aquí.

No me arrepiento de haberme ido, ni siquiera ahora que empiezo a experimentar el natural agotamiento por tanto trecho recorrido. El agua de la que me había aprovisionado hace un buen rato que se me acabó, pues el sol es en esta época implacable. Pero continúo; el poblado por fin ha quedado atrás. Si todo sale bien, mañana por la mañana habré llegado a Lagunillas y desde allí emprenderé el rumbo hacia La Paz, para comenzar mi nueva vida. Es una lástima que los chilenos nos hayan quitado el mar: sin que nadie lo notara, me habría colado en alguna embarcación desafiando al famoso destino.

Hoy, mi último día en La Higuera, fue especialmente solitario durante la jornada en el Museo Municipal. Recién a las cuatro de la tarde divisé a lo lejos los cuerpos larguiruchos de unos gringos acercándose. No los esperé. Resuelto, tal como lo había decidido para cuando el reloj marcara esa hora, tomé mis cosas y cerré la puerta por fuera, no sin antes coger un puñado de tierra y echarlo dentro de mi recipiente. Y allí quedó. "Tierra con sangre del Che".