Retrocedí unos pasos, el suelo estaba cubriéndose rápidamente por el fluído espeso que brotaba de la herida, herida por la que se le escapaba la vida, por donde se le escabullía el alma y el espíritu. Me miraba con desespero, en sus ojos podía leer los signos irrefutables de la muerte, su faz había palidecido, había perdido el matiz de los labios y las mejillas, el color carmesí de la vida que minutos antes cargaba en sus venas, se había evaporado ante mis propios ojos. Cuando entré al baño, por mi rostro se resbalaban las lágrimas de la ausencia, se escapaban de mi alma los trozos de dolor que no podía explicar.
Allí, junto al espejo, de pie, enjuagándose las manos, estaba la solución a mi dolor, corrí directamente a él, me guardé entre sus brazos esperando a que me alejara, a que me dejara totalmente sumida en la pesadumbre; pero enigmáticamente sentí la presión de sus manos asfixiándome, rodeándome y ungiéndome de sí.
Juró en mi oído que me daría incluso la vida, en caso de que la necesitara.......
Yo lo sabía, él era la solución; me acerqué aún más y hundí en su abdomen el filo helado de la muerte, sus ojos se ensancharon, dejó de sujetarme, su voz se apagó lentamente dejando en el aire un eco de tranquilidad. En su mirada se extingüía el fuego, aquel fuego que me había fascinado desde lo conocí aquella misma noche, en el baño, minutos antes.
Retrocedí unos pasos, el suelo estaba cubriéndose rápidamente por el fluido espeso que le brotaba de la herida, abrí los ojos impresionada ante tal espectáculo, corrí directo a la puerta, halé de ella y cuando estuve afuera respiré hondo y recuperé la serenidad, caminé segura y armoniosamente hasta la salida, donde me hallé escapando, con la esperanza de que ninguno de los asistentes nos hubiésemos dado cuenta.