El agitado latir de mi corazón, que me impidió dormir la noche entera, y los primeros rayos de luz en la ventana combinados con gritos y portazos que se podían escuchar por toda la casa, indicaban que al fin habían llegado las clases.
Cuando llegue al colegio y mire el portón supe que una vez que lo hubiera cruzado nada seria igual.
En el patio me encontré con mis panas del alma y, sin perder un segundo, empezamos hablar de todas aquellas cosas que habíamos escuchado de la vida de colegio y de que las historias sobre tal cual o cual licenciado eran sólo mito o una cruda realidad.
Así, entre burla y patanada, pasamos el tiempo hasta que el brusco sonar del timbre nos indicó que era hora de formarse.
A modo de testamento
Ubicadas una detrás de otra, en perfecto orden bajo el ardiente sol de la mañana, tuvimos que cantar el himno nacional y el del colegio a todo pulmón, eso sí, intentando sonar al puro estilo de nuestro cantante favorito. Enseguida vino la Directora para darnos el consabido discursito de bienvenida, que más bien sonaba a esos testamentos el 31 de diciembre.
1,50 de estatura
Habiendo aflojado los músculos lo suficiente como para sentarnos, entramos en el aula, mientras que entre risas y relajo nos acomodábamos en grupitos o como mejor nos parecía. De pronto todo ese bullicio se hizo humo al ver frente a nosotras a tipo de no más de 1,50 de estatura, quien, con mirada seria y sonrisa picara, dijo: “Bueno desde hoy seré su dirigente. Me llamo Eduardo Quispe, pero ustedes pueden decirme licen o como quieran”. Después de decirnos esto y tomar lista, desapareció tan rápido como llegó.
Un variado menú
Ninguna de nosotras estuvo si quiera cerca de imaginar que quien logró un silencio sepulcral en el curso era apenas el primero de un desfile que duraría toda la mañana. Vimos tanta variedad de licens como platos hay en un menú. Todos ellos yendo y viniendo, hora tras hora, sin mostrar, por su parte, ni siquiera un poquito de cansancio, mientras nosotras, hartas de tomar nota, con nuestras mentes y manos acalambradas, estábamos a punto de desfallecer. Cuando de pronto se asomó el último licenciado y yo, ya sin fuerzas para poner cara de simpática y decir mi nombre una vez más, recobre energías al escuchar que sonó el timbre. Me levanté apresuradamente de la banca para reunirme con las demás, ya no para conversar de aquello que en la mañana provocó la reunión, sino para compartir los alegres momentos de nuestro primer día en la dimensión desconocida del colegio.
19/6/1997
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