Para Alejandro, a quien tanto quiero.
I
Abrir aquel portón provocaba en él una desazón que en ocasiones no alcanzaba a comprender... o, inconscientemente, no deseaba entender. Una jornada más de trabajo finalizaba y se sentía aliviado en cierta medida por la quietud, el silencio y la temperatura fresca y constante que reinaban en aquel inmenso garaje, dormitorio de máquinas rodantes que eran más humanas para sus dueños que los propios seres racionales que habitaban más allá de las tres plantas superiores que marcaban la frontera entre lo inerte y lo humano.
Recogió unos cuantos papeles de la guantera
-"aprovecharé para seguir trabajando un rato en el despacho"- y se dirigió hacia el ascensor interior. No tuvo que pulsar para que la cabina descendiera
-ya estaba allí-. Entró. En cuanto el mecanismo se puso en marcha con una ligera sacudida que le provocó cierta sensación vertiginosa, aquella suave inquietud que había notado minutos antes comenzó a convertirse en preocupación y en un amago de sentimiento culposo: era su particular "ascenso" a los infiernos.
Sabía que en aquella fría y lluviosa noche invernal, ya próximas las jornadas navideñas, dos personas muy ligadas a él llenaban el hogar, "su" hogar, el amparo y abrigo contra toda inclemencia física y emocional... o, al menos, así lo creía él. Pero aquel pretendido refugio por el que había luchado en su juventud y que, ahora, en su madurez había consolidado, era semejante a un castillo de naipes o, aún peor, mantenía la fortaleza de un gigante con los pies de barro.
Al salir del ascensor, el hombre se detuvo apenas unos segundos ante la puerta del apartamento, segundos eternos y agonizantes como se dice que son los del moribundo que ve clara y distintamente a gran velocidad la película de su vida antes de cruzar el lindero definitivo en dirección al Más Allá. Pero él no agonizaba, él luchaba, vivía, sufría. Y sin embargo, también observó en aquellos instantes como en un relámpago, lo que había sido la relación conyugal con la madre de su hijo: desde los primeros escarceos amorosos hasta el momento presente. Y nuevamente notó esa especie de escolopendra que cosquilleaba desagradablemente en la boca de su estómago, en su nuca, en las manos temblorosas y húmedas de sudor que empuñaban la llave que comenzaba a dudar si acabaría por cumplir la misión para la que estaba destinada: abrir la puerta.
Pero ¿hacia dónde conducía el trayecto familiar que comenzaba justamente allí, en aquel pequeño vestíbulo?
"No, esto no es la crisis de los cuarenta" -se dijo a sí mismo, intuyendo la gravedad emocional de aquella situación que lo estaba hundiendo en el pozo sin fondo de la no comunicación con su mujer, esa desconocida a la que veía escapar irremediablemente entre las puntas de sus dedos. Ya al borde de las lágrimas, el hombre trató de regocijarse con la bendita imagen del hijo pequeño, la personita por la que, al fin y al cabo, vivía y a la que profesaba una devoción paternal apasionada.
Sollozó.
Vio una débil luz al fondo del pasillo y anduvo quedamente para no hacer notar de modo brusco su presencia, como la de esos progenitores que entran a casa en actitud de ruidosos guerreros triunfantes con la única finalidad de sentar sus reales. Fue con premura hacia el despacho, esa especie de sancta sanctórum en el que se refugiaba para recobrar el aliento que la ansiedad acumulada le robaba ante aquella situación de naufragio matrimonial.
Miró aquellas estanterías repletas de libros, testigos mudos de su querido y callado quehacer profesional, compañeros asimismo de episodios vitales acaecidos en el Instituto, en la Universidad. Largas noches en vela ante la proximidad de los exámenes trimestrales, cortísimas madrugadas de lecturas poéticas propicias a sus primeros encuentros carnales...
También aquellos libros se habían erigido en el único puente que unía permanentemente al hombre con la mujer que se encontraba en la habitación iluminada. Era una biblioteca compartida, fértil y pujante en el tiempo del amor; estéril, yerma, alicaída en las horas mortecinas del desencuentro. No obstante, ambos la vivificaban de tarde en tarde ante la pasión mutua por la literatura: Muñoz Molina, García Montero, Eduardo Arroyo, Atxaga, Rafael Adolfo Téllez entre los creadores españoles; Imre Kertész, Kundera, Faulkner, Roa Bastos, Octavio Paz, Dulce María Loynaz entre los foráneos.
Sonaban las diez en punto en el reloj de péndulo del salón comedor y se alejaron las ensoñaciones del hombre como esas pompas de jabón que antes de estallar en múltiples irisaciones revolotean mecidas en las alas del aire.
Se sintió empequeñecido repentinamente y se dispuso a ofrendar por pura inercia el cotidiano beso frío y cortés en la mejilla de la mujer, de "su" mujer. Encaminó sus pasos hacia la habitación del niño y ante la belleza de la imagen que contempló en el umbral de la estancia, no se atrevió a pronunciar palabra alguna que rompiese aquella comunión entre madre e hijo. El desamparo en su mirada hizo sentir al hombre la más absoluta soledad y la tristeza fue ganando nuevamente terreno en su corazón...
II
Sentada en el filo de la cama y acariciando suavemente las mejillas del hijo pequeño que dormía plácidamente bajo la tenue luz de la lamparita de noche, la madre, fatigada por la rutina diaria de las tareas domésticas, recordó con ternura los primeros días de existencia de aquel ser pequeñito que en más de una ocasión la hizo caminar por la frontera de la vida y de la muerte.
Aquella existencia no comenzó siquiera en el momento de la concepción, tras repetidos actos de amor en los que se entregó sin condiciones a un hombre al que quiso con locura, pero al que el paso del tiempo y su indolencia masculina transformó en modelo de fracaso y desamor. La pasión de la madre por el hijo empezó mucho antes, cuando la idea de tenerlo se acurrucó en su mente y allí anidó para siempre.
Pero fue un caluroso día primaveral -ya el verano empezaba a llamar a la puerta- cuando la presencia del hijo inundó como un vendaval fructificador la vida de la madre. ¡Dios mío! ¡Se está moviendo!
Tendida en la cama de matrimonio, totalmente desnuda, mostraba su esplendorosa gravidez y observaba entre atónita y divertida cómo su vientre se ondulaba bajo la presión que la cabeza y las extremidades del hijo ejercían, del mismo modo que la superficie del agua mansa de un lago se quiebra y muere en la orilla al paso de la estela de una barcaza.
Sin embargo hubo también momentos amargos que aún hoy, en aquel mismo instante en que miraba al hijo, la hacían sufrir. Las lágrimas afloraron a sus ojos y un fuerte temblor sacudió su ser al recordar que tras el parto el pediatra le prohibió amamantar al niño.
Veía la madre con desesperación sus pechos hinchados y duros derramando la leche que el niño no podía mamar. Angustiada, vendaba la mujer su torso con fuerza y más aún la atenazaba el malestar físico, que se unía al dolor moral. Pero aquellas bandas apretadas de tela blanquísima se empeñaban en no ocultar unas manchas no menos blancas que le gritaban a la madre burlonamente la imposibilidad de sentirse plenamente unida a su hijo.
Pasaron algunos años y aquel mismo bebé, ya convertido en un hombrecito de cuatro primaveras, mitigó en gran medida el episodio de la lactancia inexistente.
-Mamá, ¿qué comen los niños cuando nacen?, ¿lentejas como las que yo he comido hoy?
La madre se quedó perpleja, pero inmediatamente asomó en su sereno rostro una indulgente sonrisa no exenta de melancolía.
-No, hijo mío. Las mamás damos teta a nuestros niños cuando nacen.
Perplejo asimismo el chiquitín, su reacción fue espontánea, natural.
-¿Tú también me diste teta, mamá?
La madre sintió un vuelco en su corazón y comprendió hasta qué punto aquella pregunta infantil laceraba una llaga aún no curada en las entrañas de una mujer que se sentía sola, muy sola, instalada en el centro de un erial falto de amor creado por ese hombre que ocupaba la otra mitad de su cama.
-Pues claro que sí, cariño mío- dijo ella ruborizándose ante aquella mentira piadosa que acababa de proferir en un hilo de voz.
El hijo se lanzó con gran alegría en los brazos de su madre e imitó el gesto de los lactantes buscando con su cabecita el seno materno.
Un inmenso amor recorrió el cuerpo y el alma de aquella mujer, de aquella madre que abrió su camisola y ofrecía al hijo un pecho virgen, al mismo tiempo que de sus ojos enrojecidos brotaban unas lágrimas que curaban esa herida abierta en un pasado muy reciente.
La luz procedente de la mesita de noche seguía guardando el sueño del hijo e iluminaba en la penumbra la mirada serena de la madre que continuaba inmersa en sus pensamientos. Siempre había sabido que los lazos invisibles que la unían al niño eran indisolubles y los recuerdos que acababan de venirle a la mente no hacían más que corroborarlo.
El niño, sabiéndose protegido y seguro, sonrió en sueños y se recostó confortablemente, no sin antes coger con su mano derecha un largo mechón del rizado cabello de mamá, lo cual obligó a ésta a acostarse al lado del hijo. La fatiga seguía ahí, la luz difusa se instaló en la habitación del niño toda la noche porque la madré cayó rendida inmediatamente.
Una sonrisa permanente en los labios de la mujer se unió a la del niño. La felicidad se había adueñado para siempre de madre e hijo.
Durmieron... |