Él llegó con media hora de anticipación. El local elegido no era de su agrado. El aire aséptico que emanaba de todo distaba mucho de la intimidad y calidez de su café querido. Cruzó el umbral y corrió al rincón más acurrucado de las sombras, lejos de los traslúcidos paneles que dejaban espiar a los apurados transeúntes ir y venir entre las atestadas calles por vehículos de marca. Encontró raramente confortable las poltronas de mimbre, primorosamente decoradas, mientras apoyaba los codos sobre la mesa para echar un vistazo a todo el local. Sólo dos veces recordables pasó por entre esos edificios y árboles artificiales.
Al lado de la barra, un piano aparatoso, tocado por un hombre melancólico, embargaba todos los rincones con acordes sosos hasta llegar a sus tímpanos, aún adormecidos por las melosas tonadas cumbiamberas después de dos horas y cuarenta minutos de penoso recorrido.
Comprobó en sus bolsillos que aún podía continuar con esto. Indiferente al resto, empezó a formar pequeñas hileras con el sencillo que iba apareciendo, y al mismo tiempo, intentaba hilvanar entre los vericuetos de su mente la sucesión de acontecimientos que lo habrían traído hasta aquí.
Era un incierto viernes: Él degustaba un desabrido anís enclaustrado en la protección de las paredes de la facultad, lejos del tempranero aire invernal que ya recorría ente los anchos pasadizos externos y extraviado en el vacío que dejaba entre cada sorbo. La sensación, algo perversa, del abrazo gélido del viento lo estimuló. De pronto, un esbozo de sonrisa ensayado se desvanecía rápidamente bajo otro largo trago de anís.
No sonreía, no expresaba sentimientos. Todos lo sabían y lo conocían, pero nadie apostaría con seguridad los que esos ojos profundamente negros ocultaban. Todos se acostumbraron a sus movimientos indiferentes de manos que podían entenderse como respuesta a los saludos, evidentemente perdidos.
Una amorfa columna de monedas se estaba formando sobre la mesa. Otra sonrisa ensayada amagó en escapar.
De momento, un impecable mozo se acercó a su mesa con la carta en la mano. Él, como siempre, no le prestó atención. El mozo quedó desconcertado e intrigado por la concentración con que construía pilares y pilares brillantes de metal. Temió entonces estar profanando algo vital, mas, el deber le impedía moverse del sitio. ¿Lo ético o lo económico? El brillo de las monedas le dio la respuesta.
Él cerró los ojos con impotencia ante la impertinencia del mozo, mientras sentía desperezarse brutalmente las venas de su frente. El mozo lo percibió cuando el aire se congeló entre ellos. Asustado y arrepentido, comenzó a retroceder sobre sus talones. Ya había tres pasos de distancia cuando “un café y dos tostadas” llegaron a sus oídos. Sin volver la mirada, captó al instante y partió rumbo hacia el mostrador.
En la carta existían quince clases de café.
Desvariando entre las sombras y el aire húmedo, la gente cruzaba rápidamente por su mirada sin reparar en él, entrando y saliendo de aulas, subiendo y bajando escaleras, y su silencio sólo perturbado por los gorgoteos del beber. Él se sintió dueño del tiempo que extrañamente se había detenido entre sus ojos. Un instante de lividez y comenzó a gravitar como un fantasma, surcando las corrientes de aire entre los corredores, de los cuales las gentes escapaban, buscando auxilio del frío.
“Interesante, muy interesante”. Era omnipresente, atemporal, inmortal. Rozaba con los cuerpos cálidos, con pieles suaves; entretejía sus dedos entre cabellos sedosos, resecando labios, enrojeciendo ojos, erizando vellos, estimulando nervios. El morbo invadió su mente. Un último sorbo y saltó felinamente de las sombras hacia el mundo. La luz fluorescente lo allanó de pleno. Enceguecido, avanzó firmemente, aún con pasos perdidos, hasta llegar a donde debía ir.
Pasada la impresión, Él abrió los ojos y volvió a ser humano, material. Entre los brillos metálicos apenas sobresalía una minúscula taza de porcelana, acompañada de dos ralas rebanadas de pan quemado. Contrariado, de golpe bebió el café y apenas tocó las tostadas. Contó el espacio y descubrió pocos comensales. Todo muy distinto al bullicio populachero, acolchado de humo enrarecido, de su céntrica cafetería. Dio otro sorbo más, sólo para desencantarse de ya haberse acabado todo el café. La elevó boca abajo, y contempló la agónica caída de las dos últimas gotas del líquido negro que habían quedado pegadas a los costados.
Él cambió de ángulo, hacía el cúmulo de celulares, bocinas, llantas y otros ruidos callejeros acompasados en la ópera urbana que amenizaba los centros comerciales, edificios, oficinas y restaurantes de la periferia. Alzó un poco más la mirada hacia una rama pelada de algún condenado árbol, donde sobrevivían impasibles dos tímidas palomas.
“Extraño, muy extraño”. Una rápida ojeada al tiempo y suspiró aliviado. Daban las cuatro. Sin dejar de vigilar el umbral de entrada, comenzó a comer la primera de las tostadas.
Ella era todo lo que anhelaba: Era alegre y encantadora. Era fiera y astuta. Era generosa y comprensiva. Era soberbia y vanidosa. Era humilde y racional. Era manipulación humana. Era bella, y Ella lo sabía.
Las pompas de jabón escurríanse impúdicamente sobre la hembra en reposo: Con esos ojos acaramelados, con la fina capa canela de sus párpados, sumergida hasta sus senos juveniles, extendiendo sobre la espuma sus cabellos azabaches, con esa piel tallada con mano firme. Era momento de descansar, de olvidarse de todo.
El agua de flores concentradas ablandaba los músculos de sus carnosos labios hacia una sonrisa placentera. Aún no salía de su alborozo con su nuevo juguetito, mientras buscaba nuevos ringtones en el wap del servidor y escuchaba MP3. Todo en la palma su mano.
Sintiendo la hora, apartó los audífonos, respiró detenidamente el aire de las velas aromáticas, estimulando cada corpúsculo nasal, y lentamente se iba a pique en el mar de espuma de una bañera marmoleada, dejando, de vez en cuando, que el burbujeo de su existencia suba a la superficie y explote en forma fugaz.
La vida para una chica sola es difícil. Más para una chica sola como Ella. Vivir bien conlleva grandes sacrificios; no obstante, ni el sentimiento más fuerte vence a la costumbre. Mantener la línea, sacar buenas notas, pagar el depa, salir con las amigas, filtrear con los chicos, comer, no comer, respirar, vivir. Todo era sacrificio: Ganar algo más pero tener algo menos. La diferencia se definía por momentos como éste: libre, feliz.
“El miedo siempre va a existir. Miedo a perder, es humano. Tienes la certeza inmutable de perder algo a cambio de la vaga suposición de obtener algo más. Vivir de probabilidades mortifica más al espíritu, por no estar segura lo que tienes. Entonces, te aprisionan cada vez más, te ahogan en tus anhelos, explotan tus células y te sorprendes de cuán grande aspirabas y cuán corta es la vida”.
Salió desesperada del letargo cuando escapaba la última burbuja de sus pulmones. Era hora de salir. Se levantó sin apuro, evitando la privación de no gozar un poco más con cada gota caída de su cuerpo. Con un movimiento familiar, se colocó la toalla; graciosamente soltó los cabellos al viento. Salió de la tina, cuidando no escurrirse sobre la alfombra. Saltando en puntillas sobre sus piecitos de princesa, llegó a la otra pieza.
En diez minutos se secó, se mudó unos diminutos interiores, saltó sobre sus jeans, se abrochó estratégicamente la camisa, rampeó bajo la cama en busca de sus zapatos, se sentó al filo de la cama, frente al gran espejo que coronaba la instancia: una lamida de gato, un poco de rubor, labial carmesí. Descolgó su mochila del perchero, recogió los billetes sobre el tocador, y al tenerlo todo, volviéndose sobre el espejo, un guiño de rigor.
Ella rápidamente cerró la perilla, y desapareció sigilosamente entre los pasillos, sin despedirse del hombre ocasional, quien dormía plácidamente después de una ardua faena en aquel hotel, en aquella tarde de un incierto viernes. Mientras ella se retocaba en el taxi, ya habían pasado quince minutos desde que sonó la alarma de citas, sabiendo que llegaba tarde. Pero total, siempre debe ser así.
Las cuatro y diecisiete suele ser una hora algo incómoda. Era muy tarde para almorzar, pero era muy temprano para comer. Era muy temprano para ir a clases, pero era muy tarde para volver a casa. Era muy tarde para el filtreo de rigor, pero era muy temprano para el amor pasajero. En rigor, era una hora ilegible en el reloj, al menos que sea digital o cronométrico. Es imposible que un niño vea en el reloj de pared la existencia de las cuatro y diecisiete. No lo puede ver, no se encuentra en el parámetro regular de quince, treinta, cuarenta y cinco y sesenta. Por tanto, no existe. Aún los más viejos se nos hace incomprensible su existencia: entre las quince y las treinta, sobreviven pequeños surcos. Pero en aquella tarde acurrucada entre los edificios, la cuatro y diecisiete cobraba mucho más que su existencia.
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