Anoche no dormí bien, debe ser por eso que hoy me desperté de este humor. Sí, mientras algunos se despiertan ese particular día sintiéndose un superhéroe, yo en cambio me levanté, me miré al espejo y vi... un dedo. Sí, me transformé en un dedo. Y no cualquier dedo, un dedo índice.
Que va ha ser de mi vida ahora, me preguntaba constantemente mientras saltaba de un lado al otro. Busqué un pañuelo como para vestirme, pero un dedo es lo que está en la mano, no tiene manos en sí, no pude ni tomarlo. Me convencí de hacer como si no hubiera pasado nada- ahora me voy para la facultad, a estudiar un rato... - me decía.
Fue complicado abrir la puerta, hay que reconocerlo, me tuve que arrugar y enganchar, pss, casi me raspo con la llave, pero un dedo hábil es capaz de una buena finta. Antes de salir, me encontré un anillo de coco, ahora si, eso de salir desnudo no lo he visto ni en las películas de Woody Allen.
Algo raro pasó, la vecina del departamento del frente nunca me saludo, y eso que le dije Hola y todo. Aproveché a que abrió la puerta y salí pegadito a ella. En la calle, una cadera desproporcionada me llevó por delante, pero ni aún ante mis indignados improperios. Parece que el único que me hace caso hoy es el chofer del micro, quien ante mí muy clara inclinación en cuarenta y cinco grados, detuvo el ómnibus en tiempo y forma. Realmente creí que alguien me miraría raro, al menos una sonrisa, pero nada. Me miré en el reflejo del vidrio y sí, seguí siendo un apéndice carnoso con una única uña por cabello.
Entonces fue cuando me di cuenta, aparte de mi peculiar forma debía ser invisible. Un mundo se abrió ante mí, todas esas cosas que siempre quise hacer. Salté del asiento y me clavé de cabeza en el timbre. Mi felicidad era alimentada por mi sensación de suerte infinita, pero aún tenía que corroborar mi teoría. Despaciosamente, me senté junto a una mujer en un banco de plaza. La miré severamente, hacía caras, fruncía el ceño, no hubo respuesta. Entonces me incliné sigilosamente sobre su cartera, hurgué, inspeccioné y hasta revolví. Me enrollé en un caramelo y salí del bolso despreocupado, para notar ni la menor atención de la mujer.
Ah, divertido como estaba, ese día fue mi día. Toqué sesenta y dos timbre, y salí corriendo las primeras veintiocho, revise bolsos, carteras, billeteras, bolsillos de atrás, un escote profundo y dos faldas muy cortas. Ah. Que día, agotador pero productivo.
Pero al llegar a la casa nadie me saludó, nadie quiso compartir conmigo las cosas que hice. Y eso no me gustó. Deprimido, me metí en un bolsillo de jean a meditar. Pensaba en lo buenos que eran esos días en los que hacía siempre lo mismo y los demás me notaban y conversaban. Mis días como dedo me daban mucho miedo, miedo a estar solo toda la vida, sin una meñique que me acompañe. Y decidí terminar con mi agonía. Rápidamente note un vaso con un líquido de color oscuro dentro. Adiviné su contenido, era mi decisión final pasar mis últimas horas hundido en un vaso con espadol.
Y en eso estaba, la piel ya se me arrugaba y comenzaba a apestar, cuando un pequeño y gordo dedo se golpeó contra el vaso, en ese momento otros tres más golpeaban enfrente. Me venían a buscar, me necesitaban. Oh, ahora sí, tenía ganas de salir, de acompañarlos en el viaje.
Un fuerte ruido me sacó de mi trance. Un ruido de vidrio estallándose contra el piso. Mi primo estaba en casa. Dónde estabas, te estuvimos buscando por todos lados, le dije indignado. Hacía horas que el pequeño David había desaparecido. No pude dejar de reparar en el vaso estrellado, olor muy peculiar, olor a desinfectante. Tomé a David del brazo y noté su dedo húmedo. Te portaste bien, mmm, no te creo, le reprendí. Él, al ver mi cara de enojado, compró mi indulgencia con un caramelo, una cara pícara y un abrazo como de quien ha extrañado.
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