Abre la puerta de su casa y piensa que es solo un mal día (como otros). Camina el largo pasillo y sus piernas lo depositan en el pequeño patio de cemento. El sudor le es indiferente y casi disfruta la fiebre. Se desploma contra la pared que separa su micro espacio del universo vecino. Mira el rincón que forma la pared que lo sostiene con la que alberga la ventana de su habitación (oscura persiana que no funciona desde que se mudó y que nunca le interesó reparar). No está seguro de lo que ve, sus ojos asimilan la fiebre y el plano detalle de la yerba secándose ahí, hace que Discépolo le cante dulce al oído "gira gira". El tipo la canta así porque es una canción de amor y no lo que interpretan esos cantores plagados de vino. El dolor en el estómago es insoportable, apoya su mano para frenar el torrente que se lleva su vida en cascada . Se hace difícil respirar, no hay miedo, no hay lágrimas en los ojos, no hay preguntas y mucho menos respuestas. El tango ya se fue, quiere seguirlo pero no hay fuerzas. Cree poder decidir sobre los próximos veinte minutos pero ni siquiera sabe si serán veinte. Sin estrellas no hay noche y se hunde cada vez mas en el suelo. Tal vez confundió el estado con las borracheras nocturnas de años atrás. Una resaca de mañana, un paseo por el sur, un café en la esquina de Sarmiento y Jean Jaures. Ahora piensa en Lucas, el mozo-galán del bar y su misma anécdota de siempre. Madrugada de sábado, el boliche a punto de cerrar, Bernabé Ferreira atraviesa la puerta con pasos cortos. El cañón no tiene pólvora pero el banderín del club y la foto del equipo tienen su firma y Lucas se calla. Flashback. Calle oscura, el sonido hueco de sus pasos por la vereda, el "paf" inconfundible de una 38 corta, el agudo espasmo de la bala en el abdomen, la huida de su sombra.
Busca los cigarrillos en el bolsillo interno del saco, solo quedan dos en el paquete de 43 que compró dos días antes. Sonríe porque le queda tiempo para uno y es posible que no lo termine. Adora los 43 largos. Fuma porque existe esa marca, porque le gusta el número que alguna vez le dio trescientos pesos en la quiniela y porque la ruleta no lo entusiasma. La sangre en los dedos estropea el blanco cigarrillo, el humo ingresa suave a sus pulmones y le da la gota de energía que necesita para levantarse y caminar hasta su habitación. Enciende una vela, apaga el cigarrillo en una lata que fue de tomates y devino en cenicero, abre el cajón de su mesa de luz casi al mismo tiempo que se saca la corbata y toma una jeringa de vidrio. Se sienta en el catre y con lentos movimientos se quita el saco. Se arremanga el brazo izquierdo y el pensamiento que sobrevuela lo hace reír. Prepara una dosis de morfina, anuda su corbata otra vez (ahora no lo hace en su cuello sino en el brazo) y se inyecta. Piensa en voz alta:- Ese gil no sabía que yo ya estaba muerto. Espera que su vida pase por delante, cinemascope. Espera el túnel. Espera la luz y que vuelva el dolor cuando se vaya la morfina.
Acostado en el catre con la cabeza mirando el techo vuelve a abrir los ojos que cerró para apresurar la muerte. Sus ojos abiertos empiezan a mirarme con asombro. Silencio. Me dice que si soy dios no me parezco nada al estereotipo creado por el inconsciente colectivo y mucho menos a lo que el imaginaba (que era bien distinto de aquello). Le digo que no (confundido), que soy escritor, que desayuné recién, que estaba escuchando música en el balcón a todo volumen y un vecino con la peor cara de dormido me pidió que baje, porque el domingo a la mañana (10:37 a.m.) descansa su semana de trabajo. Continúa una sarta de boludeces que hablan de mi estilo de vida. Apago la música y escribo en mi computadora. Le explico que no entiendo, que estoy tan sorprendido como el, que hace un rato volví a poner un disco (Depeche Mode Ultra), que Buenos Aires esta despejada y que se me antoja que el está en New York y le pregunto donde estamos y nos reímos. Me mira un rato. Me pregunta si lo voy a matar. Le respondo que no soy un asesino, abrumado le digo que no entiendo lo que pasa, que ninguno de mis personajes me había hablado nunca y que ni siquiera le puse un nombre. ¡¡Sólo me senté a escribir una escena!! le grito. Todo se vuelve enfermizo, me aturden los pensamientos que llegan de todos lados, la música, sus gritos mezclados con llanto rogando que no lo mate. Ruido, cada vez mas intenso, es tan agudo que siento patadas eléctricas en el pecho. Me tapo los oídos pero es inútil, grito con todas mi fuerzas para lograr un equilibrio sonoro que me estabilice, corro y no estoy en ninguna parte, una de las imágenes que fluyen por mi cerebro me tranquiliza apenas (sugiere que estoy soñando). Todos mis planteos acerca de la realidad se estrellan contra cada rincón de mi cuerpo haciéndome pedacitos, fragmentándome. Esos fragmentos de lo que fui, se disuelven dentro de una taza de café, junto a un cuadradito de azúcar que corre la misma suerte en algún bar de Villa Crespo.
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