_El señor Garrido!... él tomó el dinero!... él... él es el miserable ladrón!– dijo Martínez.
Y era cierto, había sido yo.
Esperé... y esperé... pero la tierra no me tragó. Lógicamente, tampoco el fastuoso candelabro que pendía sobre la cabeza del Señor Martínez dio señales de responder a mis fantasías homicidas. No se cayó.
Aunque nunca me confié a las fuerzas de la naturaleza ni a los supuestos poderes de la parapsicología para evadirme de situaciones tan bochornosas, esta vez me había aferrado, con la fé devota de un mártir, a la idea excepcional de que estos métodos me salvarían de presenciar semejante escarnio hacia mi persona. Pero, evidentemente, mi fé no fue suficiente: no movió montañas, ni arrojó candelabros, ni perturbó la continuidad del suelo.
Estaba perdido.
Yo quedé parado detrás de un pesado escritorio, en la oficina central, mirando de frente los pálidos rostros de los directivos. Eran seis en total y estaban de pie delante de una puerta alta y pesada, enmarcada en detalles dorados. Particularmente, el tesorero Martinez, mi acusador, mostraba en sus labios una sonrisa de suficiencia y, en su mirada, la curiosidad por observar mi reacción frente a la complicada situación. El resto de los presentes hubieron de prestarse a la incredulidad absoluta, es más, el señor Libman, el jefe de sección, que siempre me tuvo en la más alta estima, esbozó un visible gesto de rechazo hacia el tesorero por haberse atrevido a conjeturar terrible infamia hacia “el caro y ejemplar señor Garrido”.
Si, ejemplar; presté veinte años de servicio en la oficina de marras, intachables.
“Puntual por disciplina y decente por naturaleza”, dijo una vez el señor Libman, sin notar que yo estaba presente, acomodando ciertos archivos de rutina.
Si,... se me tenia confianza,... demasiada. Y era este contraste el que me hería en mayor medida: caer desde el pedestal mas alto de la veneración, hasta la mas baja inmundicia del delito,... y todo esto con un plus fatal: en una fracción de segundo, repentinamente.
(De todos modos, hoy, aun después de dos años, sigo sin arrepentirme de lo que hice, considero que fue algo muy necesario, vital).
En tanto, mientras se hacia notorio que yo me iba instalando en el silencio de la culpa, los rostros presentes se reconfiguraron en expresiones de desconcierto, luego, al transcurrir los segundos, se fueron transmutando en gestos de reprobación y, finalmente, en claras muecas de odio. No era para menos. Era muchísimo el dinero que me había procurado sin permiso alguno y, para que negarlo, con claras intenciones de robo.
La finalidad para la cual iba a destinar el dinero era otra cuestión, y precisamente en esto puse mis últimas esperanzas. Me dije a mi mismo que, exponiendo detenidamente y explicando con minuciosidad los motivos que me llevaron a robar los fondos comunes de inversión, podría al menos intentar remontar mi desfavorable situación. Además, no tenía otras alternativas. Así fue como apoyé ambas manos en el escritorio, tomé asiento y mirando fijamente al señor Libman comencé, con calma, a espetar mi confesión, es decir, mi justificación:
_Quería... señores, ayer... –me resultó difícil empezar.
_Señor Libman... tiene razón,... Martínez tiene razón, yo fui el responsable de todo esto. -afirme finalmente con cínica seguridad.
Cuando el señor Libman quiso interrumpirme para expresarme lo que seguramente seria su razonable asombro, lo frené mostrándole la palma de mi mano. Seguidamente continué con mi relato:
- Todo se trata de ser feliz. Quiero ser feliz, definitivamente. No se sorprenda. En muchas ocasiones tuve oportunidades, y usted bien lo sabe, de tomar lo que no me correspondía. Sin embargo mi reputación... quiero decir mi naturaleza, mi conducta... usted me entiende... yo no soy ese tipo de personas, yo no soy un ladrón.
Usted sabe, señor Libman, que hace ya veinticinco años que estoy casado,...y la rutina y los chicos... los chicos crecen y uno... ... ...maaaa siiii!!! Se lo digo! sepan una cosa!:
...No me voy a morir sin conocer Paris!!!!
Entienden!! eh?! Entienden miserables!!... Garrido esto Garrido lo otro y yo si! si! si!... durante veinte años, ay! si! veinte años de servidumbre gris, de grotesca obediencia durante todo el santo día y les digo que hasta en mis sueños se me seca la lengua de tanto lamer sobres!!! ...La noche del pasado sábado puse el despertador para levantarme a las seis de la mañana!! eh? entienden!... el domingo a la seis!... y el domingo no trabajamos!... ya no se quien soy, en mi cabeza vuelan sellos y números y... y ese domingo, en el que me desvele inútilmente, leí en el diario un articulo sobre Paris, un articulo que quizás no debía haber leído, pero lo leí, si!, si!, y ahora no puedo parar... quiero correr,... correr,... correr por las fastuosas avenidas de la “ciudad luz” y pasar por debajo del Arco y que todo el mundo aclame: “El Triunfo de Garrido!!!”...
Mientras pronunciaba estas últimas palabras recuerdo que pegué un salto de la silla y con mis puños morados de tanto apretar, lancé una serie de golpes al aire, como dirigidos a un enemigo invisible. Luego, invadido como estaba por ese éxtasis liberador, salté por sobre el escritorio en dirección a la fila de ejecutivos. Supongo que en ese momento les habré dado la impresión de un loco desaforado y peligroso, porque, cuando me lance hacia ellos, se arrojaron desesperados hacia los sillones que yacían a los costados, como si una locomotora descontrolada los fuese a embestir. Pero mi objetivo no eran esos tontos muñecos a los que ya no obedecería, sino la puerta que estaba detrás de ellos, mi salida, mi salvación en forma de arco, mis esperanzas de liberación definitiva, la enorme puerta de ribetes dorados que atravesé corriendo con el puño por sobre mi cabeza y al grito estridente de:
...“El Triunfo de Garridoooo!!!!”
Luego de unos instantes de estupor, los señores reaccionaron y se lanzaron detrás de mis pasos. El tesorero Martínez fue el más veloz y los adelantó a todos, dispuesto a darme caza.
Nunca le caí bien, lo supe siempre, pero, ahora, Martínez estaba tan ensañado en mi persecución, que su odio se me hizo muy evidente y manifiesto, entonces, para azuzarlo y enfurecerlo aun mas, me di vuelta a la carrera y le grité:
_Corré, corré Martinez!... vos siempre atrás mío!... ja ja ja!
Recuerdo que voló un zapato y me rozó la oreja izquierda, luego me recuerdo corriendo por las avenidas enfurecidas del conurbano, recuerdo... recuerdo... muchas cosas.
Pero, por hoy, ya es suficiente.
Basta de recordar viejas anécdotas, el café se enfría, y aquí, en el “Café de la Paix”, se paga en Euros... en Euros que no son míos pero que tengo que cuidar, porque:
A la oficina yo no vuelvo nunca... pero nunca mas!!
- F I N - |