Esa mañana se despertó y se dirigió como siempre al baño, todavía adormecida y soñolienta con paso cuidadoso para no chocar ni caer. Abrió la ducha, metió la mano con la palma hacia arriba, no sin sentir un estremecimiento por todo el cuerpo, esperando que el agua se calentara lo suficiente como para poder meterse completamente bajo el chorro. Finalmente sucedió, el agua se calentó tanto que quemaba, giró la llave del agua fría hasta el punto preciso del disfrute.
Ya debajo del chorro, empezó a sentir como el cuerpo se le iba despertando, a decir verdad se le iba alegrando, las células empezaban una fiesta, los tejidos se ponían tensos, los sistemas empezaban a funcionar con eficiencia y así todo el cuerpo empezó a ver por la ventana, a través de los ojos húmedos y entreabiertos, el paso de los rayos del sol.
Casi en cascada empezó la otra sensación, aquella que sucedía todas las mañanas, pero que a fuerza de suceder no era menos intensa desde su aparición quién sabe cuándo, talvez hace muchos años cuando un día descubrió que tenía un cuerpo. La sensación empezó en la punta de la cabeza, justamente donde el agua hacía su primer contacto y continúo al paso del líquido, hasta la punta de los pies. No pudo evitar , como cada mañana, pasar sus manos por todo el cuerpo, desde la cabeza y los cabellos, el delgado cuello, hasta dibujar con ambas manos una línea sobre sus hombros, también se acarició los brazos, al tiempo que con la punta de sus dedos tocaba su vientre, sintiendo su ombligo, ascendió por su cintura, deteniéndose para admirar lo firme que estaba. Con todo cuidado llegó hasta sus senos, pequeños, tanto los había despreciado durante años!, y ahora estaba enamorada de ellos, estaban firmes, los acarició con cuidado y amorosamente rodeó sus pezones con el dedo índice, se estremeció por completo, pensó tal vez en alguien, la cara de algún hombre que ahora estaba en sus pensamientos, pero… en realidad era un momento más íntimo, era su momento… el de enamorarse de si misma como cada mañana. Casi como si le pertenecieran a otra persona, sus manos estaban ya en su espalda, allí donde podía tocar, lo más arriba posible, fueron descendiendo para encontrarse nuevamente con su cintura y llegaron a sus nalgas, altas y firmes, estaba perdidamente enamorada de ellas, eran las que ganaban el primer premio en ese cuerpo, eran perfectas. Se agachó para acariciar sus piernas, por atrás, llegó hasta los pies y decidió subir ahora por delante, rodillas y muslos recibieron, a su debido tiempo, sus caricias. Ya en el ascenso inevitable, donde muchas veces terminaba el recorrido, escuchó, desde la habitación qué minutos atrás había dejado, la voz inconfundible de su esposa que le decía: “Juan, te falta mucho?”. |