¿Cuapantopovapalepe?
De pronto, sin yo entender nada de lo que se decía, todo el mundo comenzó a hablar en una jerigonza irreconocible. Yo no tenía por qué saber que era la nueva moda, establecida no sé por quien. Incluso mi madre, tan poco permeable a estas olas repentinas, se contagió con esto, al parecer, esto de hablar en forma cifrada le gustó demasiado y por ello, establecía ininteligibles diálogos con nosotros:
-¿Copomopo tepe fuepe enpe lepe copolepegiopo?
Y yo la miraba con los ojos bien abiertos, un tanto decepcionado, porque, en buenas cuentas, a mi corta edad, tenía muy claro que sólo por medio de las palabras uno podía establecer relaciones con el resto.
-Tengo hambre, mamá- le imploraba y ella, como si nada, me respondía:
-Tenpegopo huepevospo repevuputospos.
Como no comprendía nada de nada, me quedaba con la duda, hasta que ella aparecía con unos exquisitos huevos revueltos y yo me los engullía, antes que les cambiara el sabor, el color o la textura. Temía que todo comenzara a hacérseme desconocido y esta sensación se trasladó también a mis sueños. Me veía en medio de una penumbra espantosa y aterrado, comenzaba a gritar, hasta que aparecía Dios, un señor de barbas luengas, similar al Dios que aparecía en los santitos de primera comunión. El Supremo Hacedor me preguntaba algo en su extraño idioma. Yo me aterraba aún más, al suponer que este importante señor tenía el deber de comprender el idioma de todas sus criaturas o por lo menos, utilizaría fonos traductores, como los que se usan en la ONU.
A tanto llegó esta despreciable moda que me comencé a acostumbrar al fraseo irreconocible de mis padres, que se habían transformado en unos verdaderos expertos en el dominio de la jerga. Por lo mismo, cuando discutían, utilizaban ese formato de locos y yo los contemplaba y escuchaba, tal si mis progenitores fuesen una pareja de extranjeros.
Y cuando mi hermana menor comenzó a dar señales de querer comunicarse, me sentí reivindicado. Al fin podría establecer una conversación normal con alguien de mi familia. Feliz de ver sus ojitos luminosos, mirándome con curiosidad, le dije:
-Cuando quieras podemos conversar, hermanita.
Y ella, fijando sus pupilas brillantes en mí, sólo atinó a decir:
-Grssptnemmmm…
Y me sentí el más desdichado de los niños…
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