Al fin tuvo en sus manos aquel libro de poemas y sintió la alegría prístina del que recibe en sus brazos al hijo recién nacido. Pero esto era diferente. A sus muchachos los aceptó desde el primer día y no cuestionó ni sus gestos ni sus facciones. Al final, redondeándolo todo, convino en que eran guapísimos.

Ahora era distinto. Al hijo aquel, nacido por el sortilegio de la palabra, empastado con lujo y elegancia, le sobraban algunas frases y otras surgían en su mente alucinada, impotente ante la tinta impresa que era sangre negra incrustada, dolorosa y palmaria como un defecto congénito.

Y el hombre enloqueció ante este hijo de papel y trató de transformar su fisonomía a punta de borroneos reiterados y parrafadas al margen.

Se le puede ver, todas las tardes en la plaza, sucio, desmañado, rescribiendo un libro ajado, tan sucio e irresoluto como él. Un libro que aún no se decide a dar por finalizado, pese a que fue un tremendo éxito de librerías…