Un largo pasillo sirve de enlace entre el salón y las habitaciones. Las paredes parecen atrapar los recuerdos en esa estrechez que semeja un túnel atrapando alo tiempo. Fotografías añejas de momentos importantes, cuelgan como péndulos que marcan los años transcurridos.
Seres que se han ido, protagonizan las estampas. Las mejores sonrisas, los trajes de gala, alientos congelados para lograr el mejor ángulo.
El pasillo está lleno de recuerdos, indiscutiblemente. Es el límite entre el sueño reparador que ofrecen los dormitorios y los tiempos remotos que ya no se añoran. O sí, tal vez algunos son deseos de volver al presente.
Al final del pasillo se encuentra el espejo, abofeteando nuestra identidad a cada paso, en cada enfrentamiento con nuestro propio ego. No es mucho lo que dice el marco frío que lo rodea. Habla de curvas perdidas, de pieles ya no tan tersas. Detrás de él, hay retazos de juventud que no volverán por más empeño que pongamos.
A su izquierda, delgadas láminas de madera conforman un pequeño armario que conserva ordenadas las toallas, los enseres de vestir muebles y otras menudencias de tela que otrora adornaron mesas, bajo vasijas y costosos jarrones que ya no existen. Las toallas, de múltiples colores, parecen fungir de escalinata hacia el tramo superior, el de los más lujosos tapetes.
Ya saliendo del referido pasillo, pueden observarse a ambos lados, los marcos de las puertas de los dormitorios. En tonos crema, se imponen como preámbulo a sitios de sueños.
Al caer el sol de la tarde, aún están algo tibias las habitaciones, no así al amanecer, cuando logra hacerse sentir el gélido aliento de unas nubes que, inertes, permanecieron al sereno de la noche.
Tórrido frío de madrugadas que invita a cobijarse bajo mullidas colchas de coloridos tonos pasteles, dando apariencia de ángeles a quienes las utilizan.
Hay diversos muebles en los cuartos. En todos, podría decirse, hay herramientas de escritores y artistas. Los lápices abundan, papel por doquier en estantes, secreteres y mesas de trabajo.
Los libros son los personajes centrales de estos recintos. Casi puede afirmarse que estamos en palacios de lectores y escritores. Castillos sostenidos sobre mundos diferentes que giran sobre sí mismos, rozándose apenas cuando es necesaria la comunicación.
Siempre me sorprenden las mañanas mirando tras la ventana del dormitorio. El alba despierta y desnuda sus colores de fuego, ahogando la plata de la luna que huye de la luz. Las primeras luces son fascinantes, las adoro tanto como amo el ocaso. Esas luces inundan y ofrecen densos matices sobre mi cama, mis almohadas, mis cobertores… los llenan de esperanzadoras horas que están por llegar.
El apuro matutino siempre es de intensa sacudida y me deja agotada a mediados de la mañana. Por eso trato de prevenirme antes de que el día agonice, adelantando los sinsabores que mi falta de organización y mi despiste incorregible me heredan. Atrás dejo parte de la vida cuando atravieso la entrada de la casa.
Dejo el pasillo día tras día, alimentándose por sí solo de los recuerdos mudos que encierra, atrapando voces, quejas, reclamos, alguno que otro tono de voz inarmónico, alegrías y padecimientos, motivos de lágrimas y melancolías.
Siempre quise redecorarlo y no pierdo la esperanza de hacerlo en un futuro cercano. Colorearlo de rosas viejos, intensos y claros, colgar de algún rincón del techo un “atrapasueños” o un espantapájaros gracioso de liviano peso que refleje la certidumbre de que existe el futuro, el buen futuro, la vida, las ganas de volar alto y alcanzar objetivos concretos sustrayendo los errores cometidos para bautizarlos de crecimiento. Todo esto podría describir a mi pasillo.
Acuarela
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