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Esta fue la situación: la noche del sábado ya había concluido para mí producto del cansancio, de manera que harto de ingerir alcohol salí solo del bar de un amigo, no me encontraba ebrio, pero convengamos con que la calle me resultaba ya muy graciosa. Las luces de los autos que de pronto lejos y de pronto encima eran cosa de amena vergüenza, “¡olé!” pensaba cada vez que evitaba otra luz, creo que también lo balbuceé, “tarado” me parece que también oí. Cruzo la calle Berlín rumbo a la avenida Diagonal de Miraflores con la idea resoluta de conseguir un taxi más barato, ustedes saben: avenida más grande, más taxis, más oferta, más barato de hecho. Resto mentalmente, mientras camino, lo que me ha de quedar en la billetera y ya comienzo a practicar una pronunciación sobria y clara para cuando deba tranzar con el taxista, de manera que no pretenda aprovecharse de mi condición -de la que ya hemos convenido en qué anda- y en el momento en que mentalmente ya me veo discutiendo con el taxista por un sol menos a lo que pretenda cobrarme se me aparece un hombrecito que no supera el metro sesenta y cinco de estatura, enjuto, no llega a regordete, no llega a blancón, lleva pantalón de vestir color caqui, zapatos negros de colegial y polo amarillo patito de manga corta, lo que me hace pensar que posiblemente lo vistió su mamá para oír misa cualquier domingo de verano. Se me acerca e intenta decirme algo, pero entrecortado no termina bien ninguna idea, así que saco mi celular para ver la hora creyendo que es eso lo que desea saber, pero él logra superar lo que no es una borrachera sino al parecer un asunto de valor por dejarlo salir y pronuncia “amigo”, yo trastabillo y concluye: “necesito un favor”.

Dicen que los favores consolidan amistades, refuerzan las relaciones laborales, solidifican estados, encantan, engatusan, dan respeto, alimentan el alma, regocijan el ego, que los hay de todo tipo y condiciones y que absolutamente todos y cada uno de ellos está hinchado de bondad con su segunda, que el altruismo clerical se queda sobre las letras de una clase de cívica y que desde ahí no hay forma de que salte a la práctica, que el cañoncito dorado del que narra Ricardo Palma en Tradiciones Peruanas dispara, dispara y dispara cobrando favores al son de “recuerda hermano que lo hago solo por ti”, una vez que escuchas esta frase debes entender que algo de ti está en venta y será comprado en el futuro a un precio que escapará de tus manos.

Intrigado por la actitud de este personaje decido darle entrada y escucho lo que tenga que pedirme, debo admitir que el aire frio de la noche crea un almizcle entre las copas de whisky, pisco y olor a tabaco en mi ropa que me causa, digamos, compasión por el enano, de manera que considero que a lo mejor es la ocasión perfecta para conceder favores a un total desconocido y obre de buen samaritano sin intención de recibir nada a cambio. Él, por su parte, nerviosamente me señala su reloj, como diciendo “no te voy a pedir la hora”, así que guardo mi celular y amablemente escucho cuando pregunta si sé donde puede conseguir una mujer.

Una ceja se me levanta, exigiendo que sea más específico y él repite ya con cara de necesidad, como quien pregunta “¿sabes dónde encuentro una farmacia abierta a esta hora?”, si le puedo decir en dónde encontrar a una de “esas” mujeres, una de esas doñas que por unos billetes te expresan su amor, te abren sus sentidos, te dicen que eres el hombre mejor dotado del mundo y que jamás te besan en la boca, esas de las que alguna vez oí describir al ‘Chino’ Domínguez, fotógrafo peruano, como “esas chicas malas que nos hacen tanto bien.” Intento mantenerme sobrio y compuesto ante su solicitud y de inmediato recuerdo que nos encontramos en Miraflores cerca al parque Kennedy, lugar donde las prostitutas ejercen el oficio con la venia municipal, así que le digo que vaya a la calle de las pizzas y que nada, que pregunte precios nomás. Él no parece muy seguro de sí mismo y me pide un favor más, que lo lleve hasta ahí, que lo guíe. Pienso: es un goyaso. Sin embargo, me encuentro entre copas, bonachón, alegre y compasivo a lo que accedo sin pensarlo mucho, total es por ahí por donde pienso conseguir un taxi barato según recuerdo, de manera que pronto nos dirigimos en busca de putas mientras considero que soy el mejor buen samaritano de la noche.

Mientras camino por Miraflores con el enano, noto que su postura enjuta se pronuncia más conforme nos acercamos a nuestro destino, saca y vuelve a meter continuamente sus manos de los bolsillos del pantalón, está nervioso, y comienzo a pensar en lo que le debe haber costado conseguir a alguien que le haga el favor, lo alucino toda la noche caminando de un lado a otro, solo, tonto, preguntando donde conseguir una mujer, menospreciado, insultado, inspirando asco; soy un héroe pienso. De pronto se detiene y me pide otro favor: que sea yo quien hable, que le consiga una mujer y que él la espera cruzando la pista, en la vereda del parque. Antes de recibir mi rotundo “no”, me ofrece diez soles, me enseña un billete arrugadísimo y comprendo que era eso lo que tanto sacaba y volvía a guardar en su bolsillo. Ok, yo tengo mis límites, pero aún estoy muy lejos de ellos, así que embriagado ya del viento tomo el billete y le digo que es el último favor que le hago mientras corroboro la autenticidad del papel. Seguimos caminando y pienso que yo nunca me he ido de putas, y ahora me encuentro llevando a un extraño con una de ellas, debe ser el alcohol lo que me da tanta seguridad, porque no tengo ni la menor idea de que cosa haré cuando llegue a la esquina.

Cuando por fin llegamos, el sigue caminando y cruza la pista con rapidez, yo me quedo parado rodeado de vendedores de cigarros, taxistas, gente cualquiera, putas y otros borrachos. ¿Y ahora qué? Siempre supe que estaban ahí, las veía a veces de reojo mientras esperaba la combi muy tarde, pero nunca me fije en rostros, siempre fueron formas, grupos de mujeres, y por ello ahora no sabría cómo reconocer a una puta de una civil. Pasan un par de minutos mientras que tímido intento descubrir alguna, cuando un taxista que está fuera de su auto me dice: “¡taxi?”, le hago un gesto de “no gracias” y se acerca, me extraña la sonrisa pendeja con la que lo hace y me dice que si lo que estoy buscando es diversión él puede llevarme por cincuenta soles a un bar de la ciudad, me enseña un volante del Scarlet, mientras me enumera que el pago incluye taxi, entrada y un trago, me gana la curiosidad y le digo que no estoy buscando distraerme sino irme a la cama con una mujer, se entusiasma con mi sinceridad y me dice que justamente han llegado al Night Club un par de colombianas que la están rompiendo -yo pienso que las estarán…-, y que por unos doscientos cincuenta soles bien puedo irme con una de ellas por media hora. Me parece caro y se lo digo, añadiendo que tampoco estoy interesado en ver shows ni nada, que deseo algo pronto y que las colombianas serán para la próxima. Sin hacerse problemas guarda su volante, se aleja y exactamente un segundo después se me acerca una mujer.

“Hola papi, ¿estás buscando algo?” Me hago el difícil, comienzo a jugar con ella al tonto y le pregunto “¿algo como qué?” “Ah, no sé pues papi que estarás buscando”, y se ríe. Su nombre es Jenny, es baja y gorda para ser puta. Tiene el pelo en rizos largos que intentaron ser dorados, zapatos toscos, ella en sí es tosca. Por más que habla con dulces palabras, se le nota lo vulgar quizá en la voz ronca, quizá en la mirada distraída. Tiene unos pechos enormes que deja entrever a través del escote mientras me ofrece caricias, besos, sexo oral y todos los orgasmos que pueda durante una hora. “Todo eso papi por ochenta soles, si quieres media hora más son cincuenta adicionales, podemos ir a tu casa o departamento o sino yo conozco un hotel cerca que es seguro y que te va a costar treinta soles, si no traes condones ahí los puedes comprar a dos soles cada uno, tomamos un taxi que nos cobrará cinco soles, me dejas hablar a mí porque esos son unos vivos y siempre quieren sacar más de lo justo (coincido con ella) y una vez ahí ya vas a ver lo bien que te voy a tratar amor. ¿Qué dices papi, vamos?” El precio es más o menos lo que el enano me había comentado que tenía para gastar, así que le digo que me parece bien pero ahora ella iba tener que escuchar mis condiciones. Se asusta un poco y le comento que no es para mí sino para mi amigo, volteo a señalarlo y noto que él ya se encuentra en la tienda D’onofrio, al otro lado del parque, lo ubico pronto por el polo amarillo que chilla a la distancia. Lógicamente ella me pregunta por qué no viene, a lo que le respondo que es algo tímido, que es su santo y bueno, se está dando un gusto. Obviamente esto último me lo inventé, para cuando se entere de la verdad, sea cual fuere, yo ya estaré lejos. Ella me hace una oferta por los dos juntos. Le explico que se va con él sola. Insisto en ir pronto al encuentro del enano antes de que se eche para atrás y huya, que a estas alturas se estaba alejando más. Ella mira a su alrededor, hace gestos con sus amigas, se despide supongo, me miran y asienten con la cabeza. Pienso: ¡ja!, he sido aprobado por sus amistades.

Mientras caminamos juntos, comienzo a sentir un cierto temor –vergüenza- a ser visto yéndome con una puta atravesando el parque Kennedy, así que acelero el paso, ella me pide calma que los tacos la están matando y que normalmente no habría aceptado hacer lo que estábamos haciendo pero que la noche ha sido larga y solo ha tenido un cliente. De pronto alguien le grita “Shakira”, ella voltea y responde muy callejonera y ronca: “ya regreso.” ¿Tu nombre no era Jenny? – le pregunto. Ella me dice que también la llaman Shakira, por su pelo rubio y ensortijado, y que si yo gustaba se podía llamar así por esa noche, “tengo muchos nombres, tú sabes, en este oficio nadie te va a decir cuál es el verdadero.” Me pregunta por el nombre del enano y caigo en que nunca lo supe, jamás se lo pregunté, pero no puedo dar señales de no saberlo así que le digo que él ya le dará alguno, “tú sabes, los clientes también elijen cómo llamarse por una noche.”Pienso: ¡uf, qué buena salida! Nos acercamos por fin al polo amarillo, “¿él es?”, sí, eso es, me digo. “Ok”, responde muy profesionalmente. Ella le muestra sus pechos apenas llegamos a él, del mismo modo como me los mostrara a mí poco antes. Pienso: puta. El enano se acerca, la mira completa y el rostro le cambia, se le torna una felicidad que no tiene precio, Jenny se alegra por la sonrisa babosa del niño Goyito de unos treinta y cinco años vestido para ir a misa tempranito, mientras que yo me siento conforme porque le conseguí lo que tanto deseaba, le hice el favorcito a este extraño. Rápidamente se alejan juntos mientras ella le paporretea las condiciones y él responde que sí a todo. Espero a que tomen el taxi, ella consigue un buen precio y se van juntos. Yo me quedé orgulloso con mi sentimiento paternalista parado en una esquina tratando de adivinar en qué momento me volví tan caficho, y recordando la sonrisa del enano que huyó pronto del padre para jugar con el juguete nuevo recibido en navidad, aunque más que juguete valdría tildar a Jenny de panetón, por lo grande y por lo efímera.

Tomé un taxi sin preguntar la tarifa. Llegué a casa y le pagué con los diez soles que me gané por buena gente. El taxista lo mira demasiado, insisto en que está bueno, los acepta, se crea un vacío, un silencio, no me bajo esperando el vuelto y me mira diciendo que la carrera costó diez soles. Pienso: ¡Ta’ mare! A la mañana siguiente busco en la sección de policiales del diario si no encontraron a una Shakira acribillada, descuartizada o asfixiada por un asesino en serie. No hallo nada y pienso que soy un tonto, todo sucedió de madrugada, los únicos que vimos al enano fuimos su víctima y yo, pero fue conmigo a quien vieron todos irse con Jenny. Cierro el diario y me vuelvo a decir ¡tonto!, esta noticia la voy a leer recién mañana en la portada de todos los diarios chicha de la ciudad.

Texto agregado el 30-10-2007, y leído por 161 visitantes. (0 votos)


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