Las gotas que aún se deslizaban por la cara de Rodrigo, mezcla de sudor y agua, eran la prueba más evidente de que llegaba tarde: sin desayunar siquiera se había lanzado a la calle en plena carrera poco después de vestirse tras la ducha.
Pero la supresión del desayuno no fue suficiente para atrapar el bus de las ocho y media, y tuvo que esperar al siguiente mientras todo su cuerpo seguía ese incómodo y poco atractivo proceso que es la sudoración.
Ya montado buscó el primer asiento que encontró libre y se dedicó a calcular cuan tarde llegaría. Pero un aroma a canela proveniente del hombre sentado a su lado le hizo transportarse a otro sitio. Sí, ahí estaba el joven Rodrigo que acababa de comer lo que sus abuelos habían preparado. La mesa estaba en el más absoluto silencio, una especie de acuerdo tácito entre Rodrigo, su madre y los padres de ella. Quizá se debería aclarar que dicho silencio se debía a que jamás se había respirado un buen ambiente en la familia. Los padres de la madre de Rodrigo siempre la habían culpado de haberse ido con el primer joven lleno de promesas que encontró. Seguían aceptando sus visitas de tanto en tanto; pero les parecía evidente que ella había decidido venderle a un absoluto desconocido todo el amor que ellos le habían profesado. Y habían dejado manifiesto que ella no se merecía su perdón, que éste también había sido vendido junto al lote.
Por su parte, Rodrigo había construido una infantil creencia de que su padre, a quien había idealizado en su mente de niño, les había dejado por culpa de su madre. Esta falacia había ido consolidándose hasta transformarse en un axioma básico dentro de la mente del ya adolescente Rodrigo.
Y ahí estaban los cuatros, con los restos de la comida en los platos. Él se levantaba lo antes posible y se alejaba de esa gente a la que no quería ni ver. Corría entre los árboles, que pasaban velozmente ante él.
Pasaban velozmente también ante la ventana del autobús. Antes de bajarse, Rodrigo dedicó unos segundos a preguntarse si su olor a sudor y ducha habría hecho aflorar recuerdos en la memoria de su vecino de asiento. Pero fue una cuestión tan efímera que ni pensó en darle respuesta.
Su secretaria le miró con cierto tono de reprobación ante el evidente retraso. Sin embargo, se alegró un poco al escuchar los mensajes que tenía en el contestador y descubrir que la señorita Heller había cancelado su hora, lo cual no sólo le quitaba cualquier culpabilidad, sino que también le otorgaba media hora de tiempo libre hasta que se presentase el siguiente paciente.
Por lo demás el día transcurrió en su más completa normalidad.
Después de comer utilizó el teléfono. Aún utilizaba uno de disco bajo el pretexto de que el acto de marcar resultaba más trabajoso y permite un tiempo extra para recapacitar la importancia de la llamada y lo que se diría. Pero sus amigos solían decirle que esas eran excusas para no gastar dinero. Giró lentamente el disco, esperó unos cinco pitidos y saltó el contestador.
- Hola mamá, ¿qué tal todo? Soy yo, Rodrigo. Quería saber si esta tarde te parecía bien que fuese a visitarte. Tampoco te voy a robar mucho tiempo. Me pasaré tarde, a las ocho o por ahí. Un beso.
Atendió a los pacientes de la tarde y luego le compró a una niña en la calle un ramo de digitales, las flores que su madre compraba cada semana para poner en la cocina y que, cada semana, intentaba cuidar y hacerlas sobrevivir en vano.
Decidió tomar un taxi para llegar más rápido, igual sabía que su madre no le recriminaría el llegar tarde. Ya era toda una rutina, la verdad: dejó el ramo de digitales donde hace una semana había puesto el anterior, que no había sobrevivido al lapso de siete días y luego se rascaba un poco el cuello antes de comenzar a hablar
- ¿Qué tal todo? Te traje un ramo de digitales. A ver si estos te duran más de una semana, ¿eh? –dijo esbozando media sonrisa en la comisura izquierda de los labios, luego se calló durante unos minutos y prosiguió- Y, no sé; quería pedirte perdón por todo. Me sabe mal, ¿sabes? No tendría que haberme ido de casa de esa manera; tenía la cabeza muy caliente y era un crío. Yo ya sé que no tuviste la culpa de que papá se fuese. Espero que lo entiendas. Perdón.
Pero, como siempre, la lápida no le dio respuesta alguna.
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