Carne
La señora Tomasa está más alterada que de costumbre esta mañana. Su figura pequeña y regordeta se mueve trabajosamente entre las otras clientas de la carnicería, inquieta, rozándose con todas, y su orondo pecho sube y baja al compás de una respiración que se entrecorta por su alborotada verborrea.
-…Si es que una no gana para disgustos. Como si no tuviera bastante con mi marido, todo el día en casa, fumando, que me lo pone todo perdido, y lo de mi niña, que esa es otra, ahora me pasa lo del gato…
Carlos, el carnicero, está vuelto de espaldas tras el mostrador troceando un pollo con golpes rápidos y certeros. Se dice a sí mismo que no le va prestar atención, que únicamente se concentrará en lo que está haciendo.
-…Ya ves tú, tres días sin aparecer el gato por la casa, tres días, que a saber dónde estará. Y es lo que digo yo, si en la casa no le falta de nada, que estoy todo el día pendiente del puñetero gato, con su comida que le compro en el súper, que come mejor que nosotros…
-Carlos ¿eso de ahí es conejo? Se ve un poco raro –interrumpe una clienta sabiendo que sería imposible esperar a que se callase la señora Tomasa para poder hablar.
El carnicero yerra un golpe y a punto está de cortarse un dedo.
-¡Me cago en todo lo…!
-Chiquillo, esa lengua, que hay mujeres delante –le recriminan con guasa.
-Lo estamos poniendo nervioso. Es que hay algunas que no saben cuándo parar.
La señora Tomasa no se da por aludida y sigue a lo suyo.
-…Y con lo cariñoso que es mi Michino, que tú lo sabes bien, Carlos, que se te viene aquí a la carnicería a cada momento y se te mete entre las piernas y se pone a frotarse contigo y a ronronear…
-¿Y a cuánto va el conejo, Carlos?
De nuevo otro golpe de cuchillo cae de mala forma sobre un hueso y se desvía peligrosamente.
-¡La madre que me parió!
-Bueno, ¡cómo está hoy el patio!
Carlos intenta relajarse. Deja un momento el cuchillo sobre la tabla y se apoya sobre ella, con la cabeza agachada respirando profundamente. Intenta deshacerse de las imágenes de ese gato asqueroso siempre enredándose y siempre obligándole a dar apurados traspiés. Y después, en casa, a sacudirse los pantalones llenos de pelos.
-…Y yo no sé qué voy a hacer como no vuelva, con lo que yo lo quiero, que es lo único bueno que hay en mi casa, el único que me hace caso, porque si fuera por mi Pepe o por mi niña…
Carlos se gira y mira a la señora Tomasa. Es bajita pero tiene un buen lomo y una apreciable espaldilla. De cadera también está suficientemente equipada. Algo cargada de grasa, eso, sí, pero saldrían unos hermosos solomillos y unos buenos filetes, sin lugar a dudas. Carlos se sacude este pensamiento con un movimiento de cabeza. Definitivamente esta mujer le saca de quicio.
-…Pues la última vez que vieron al Michino, fue entrando aquí, en la carnicería, que me lo dijo la Luisa, oye, y desde entonces nada de nada, que es lo que yo digo, que a saber dónde estará…
-No sé si llevarme el conejo, Carlos, ¿Tú no lo ves raro?
En ese instante se abre la puerta y entra una joven muchacha recubierta de tatuajes y con la cara perforada de piercings. Todas la conocen, es la hija de la señora Tomasa.
-Mamá, mamá, que el Michino ya ha aparecido, que lo ha encontrado la Luisa en su tejado.
La señora Tomasa no cabe en sí de su gozo. Suspira escandalosamente, da las gracias a Dios con los brazos levantados y sale, corre, en busca de su gato. La carnicería se queda en silencio. Se oye la respiración de Carlos.
-¿Sabes qué te digo, Carlos? Que no, que no me llevo el conejo.
|