Fumar, uno, dos, tres, ocho cigarrillos.
Me pasa siempre que tengo el sabor a marihuana en la garganta y el corazón un poco frió.
Siempre que tiemblo de ansiedad del después, del mas rato, del cuando llegara. Así como la viejita que seguía creyendo en el socialismo, que seguramente absorbió mescal, cocaína, y cuanta cosa más para parar tanta ansiedad dentro de si.
En fin, la cosa es que quiero fumar cuatro, cinco, diez cigarrillos.
El cenicero aguarda quieto sobre el escritorio, la tele encendida en una esquina me llama con colores desafiantes a que sea observada, mas yo me quedo prendiendo cigarrillos, inhalándolos, apagándolos, quieta sobre la pantalla. Deslumbrada por otros colores, otras tintas y otros sabores, ahora mezclados con sativa, saliva y alquitrán.
Así como fundiéndose en mis pulmones que se expanden para dejar entrar anestésicos, realidad y disconformidad. Sin embargo, se entreluce una serpentina que arroja carnavales gloriosos y amaneceres en vela, surtidos de rojos y negros de gran variedad por la creatividad humana. Se desplazan entre mis sabanas, mis plantas, mis cortinas y mi alboroto. Entonces veo que es día, que es un día y que no tengo que diablos opinar al respecto. Entonces prendo un cigarrillo y me acurruco entre mis brazos y la garganta se anuda de tanta ternura personal.
Quizás el problema de la ansiedad es porque sé qué quiero que llegue. Mas me aterra el tener que gastar tanto dinero prestado en una, dos, cuatro cajetillas.
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