“Ahasverus”
Muchas ambiciones desvelaron a los hombres a través de los siglos: la riqueza, el poder, el prestigio, la gloria, el conocimiento, la libertad; pero ninguna como la de ser dioses. Yo soy el resultado casual y único de esa ambición desmedida e imposible. Por supuesto, no soy un Dios, ni mucho menos; apenas un mísero inmortal.
Ser inmortal es una hermosa ilusión y una penosa realidad porque cada amor, cada hijo, cada amigo es un certero dolor que me espera. Seguramente se preguntarán qué me han dejado los siglos. Solo ausencias y partidas, desarraigos y tristezas y una confusión de recuerdos inútiles y no siempre gratos. Los padres que me han dado la vida, las mujeres que he amado, los amigos que he querido, los hijos que he engendrado; todos se han ido (y lo peor, lo más triste, es saber, desde el principio, que se irían). Incluso yo mismo, cada tanto tiempo, debía huir y ser otro, como si esa sea mi forma de morir. En las noches de insomnio, cuando la soledad carcome mis entrañas y los recuerdos fluyen a mi mente para entristecerme me pregunto cómo será no ser y descansar eternamente. Nadie puede imaginar la fatiga y el dolor que provoca la inmortalidad, el vacío, el hastío, la soledad perpetua.
Aunque soy un personaje conocido, nadie cree que yo exista realmente. Miles de páginas, de diversos autores y de distintas épocas, intentaron reflejar mi biografía. Todo es falso; nunca estuve donde dicen que estuve ni hice lo que dicen que hice. Si tan solo la mitad de las cosas que se me atribuyen fueran ciertas, el mundo (como hoy lo conocemos) no habría podido existir sin mí y no hay nada más alejado de la verdad que eso. Por mi condición de hombre que no puede morir me vi obligado a vivir en el mayor anonimato posible, pero me transformaron en leyenda, en personaje de la literatura y en un engranaje ineludible de la historia, me colmaron de virtudes o defectos, me trataron como el hombre más perverso o bondadoso del mundo según la simpatía o desprecio que los judíos inspiraban al autor de turno. De alguna forma, he sido el espejo o la imagen de mi pueblo. Eso nunca me molestó porque supongo que no debió ser fácil para nadie imaginar la vida de un simple zapatero de la Judea subyugada por los romanos que alcanzó la inmortalidad.
La historia (en realidad, las historias ya que me atribuyen distintos orígenes) es harto conocida y no por eso cierta. La más difundida es la siguiente: Cuando Jesús de Nazareth cargaba su cruz (en realidad, solo cargó el madero transversal) hacia el monte calvario me pidió un poco de agua. Yo se la negué diciéndole: “Anda, anda ya” y él me maldijo: “Yo ando porque voy a morir, pero tu andarás y hasta mi vuelta, no morirás”. La verdad fue muy distinta: ni me pidió agua (¿Quién pudo imaginar esa piedad en los romanos hartos como estaban de los revoltosos judíos y sus molestas peleas doctrinales?) Ni fue eso lo que me dijo (ese hombre era incapaz de maldecir a nadie, lo hizo solo una vez y fue a una higuera).
Mientras espero mi final, relataré la verdadera historia de cómo llegué a ser (para mi desgracia) lo que soy. Es hora de que el mundo conozca los hechos tal cual fueron.
Nadie ignora que los judíos leímos las Sagradas Escrituras de todas las formas posibles. Pero antes de la Kábbala, del Boustrophedón y de la prolija suma del valor numérico de las letras, incluso mucho antes que nosotros mismos existiéramos, en Ur de Caldea, un grupo de oscuros sacerdotes se propuso descubrir el verdadero idioma de Dios, el perdido idioma anterior al caos de Babel. La intensión que los motivó era clara, precisa y para nada novedosa: la maravillosa idea de que podían llegar a ser dioses. En un indescriptible éxtasis místico creyeron que conociendo el secreto poder de cada letra y de cada palabra bastaría con decir que algo sea, para que ese algo existiera al instante. Antecedentes había: el probar el fruto prohibido y la construcción de la Torre de Babel fueron dos intentos fallidos, aunque no sé si desacertados, después de todo y en ambos casos, Dios intervino con decisión y severidad.
Esos sacerdotes se dedicaron a la tarea con sagrada devoción; recolectando arcaísmos y vestigios de las culturas más antiguas y rudimentarias, buscando entra la multiplicidad de dioses al Dios verdadero y origen de todo, analizando las formas de las letras, su sonido y la relación que mantenían con cada uno de los animales creados porque, no hay que olvidar, que fue Adán quien les dio el nombre a todos las animales. Descubrieron al Dios único y verdadero que no tenía forma ni nombre, que era más que un qué o un quién, que era todo poder y palabra, lo llamaron Verbo y a Él se entregaron completamente. Acusados de difundir esa herejía y de no rendir el debido culto a las otras divinidades huyeron guiados por el primer Superior que la historia recuerda, Abraham.
Recorrieron vastos territorios y conocieron innumerables culturas mezclándose con clanes semíticos que se movían constantemente en busca de mejores pasturas. Generación tras generación, lograron reunir un conjunto básico de palabras, frases, sonidos y letras que creyeron el idioma original, el mismo que había utilizado Adán para reconocer su desnudez y el mismo con que Dios les había advertido sobre el fruto prohibido. Más tarde lo llamarían simplemente Corpus porque intuyeron que ese era el Cuerpo de Dios.
Siglos después, un Superior de la Orden decidió dar un paso más e, internándose en el desierto, fue a buscar al Dios que veneraban oscuramente. Moisés lo encontró en el Monte Sinaí, en una zarza ardiente que no se consumía y en un burdo y claro desafío quiso saber su nombre ya que no ignoraba que en el radicaba todo el poder. No en vano Abran y Sarai lo habían cambiado, igual que Jacob, que luego de pelear con un Ángel toda una noche, solo pudo obtener su bendición pero no su nombre. Por supuesto, Moisés no lo logró, solo obtuvo un “Soy el que soy” que es una traducción incorrecta ya que lo más preciso sería decir “Soy el que Es” o “Soy el que está”, incluyendo ese verbo en presente la concatenación de todos los pretéritos y futuros (incluso los imposibles e imposibles). Más tarde llegaríamos a encontrar noventa y nueve nombres y ese número imperfecto nos dio a entender que ignorábamos el número cien; el nombre total y absoluto. Pero no volvió del desierto con las manos vacías. Dios (seguro de su triunfo y nuestro desvarío) le ofreció liberar a los Hijos de Israel a cambio de una veneración perpetua y entre milagros y portentos nos hizo salir de Egipto e instalarnos en Canaán.
Siglos de estudios, de inextricables combinaciones de palabras y sílabas del Corpus no arrojó resultado alguno, aún así, los miembros de la Cofradía siguieron investigando sin caer en el desánimo. El cisma y el final se producirán unos siglos después, a principios de la era cristiana y de la mano de un joven discípulo del linaje de David y de paternidad incierta; la historia lo conocería como Jesús de Nazareth, el Cristo, el Mesías o el Hijo de Dios.
Las ideas de Jesús eran novedosas, blasfemas, heréticas y terribles porque sostenían la casi inutilidad del Corpus. Según él, Dios había utilizado un idioma para la creación (que era todo poder y divinidad) al que llamó Idioma Absoluto; otro (más imperfecto y de menor poder) para comunicarse con los ángeles al que llamó Idioma Celestial y un tercero (ínfimo, burdo y desprovisto de todo atributo divino) para comunicarse con los hombres al que llamó Idioma Humano. El Corpus no era otra cosa que la lengua anterior a la destrucción de la Torre de Babel, pero era el tercero y carecía de todo poder. Sin embargo, entre esa maraña de vocablos de difícil articulación, podía encontrarse la única sentencia que el hombre escuchó del Idioma Absoluto; la maldición que nos ataba irremediablemente a la muerte. Con su impecable oratoria, que luego cautivaría a las multitudes, explicó que esa maldición fue pronunciada por Dios después de la creación del hombre y ante la presencia de Adán y Eva, como modificaba la creación original (ya que surgido del polvo y a su imagen y semejanza, el hombre era inmortal) tuvo que ser imperiosamente dicha en el Idioma Absoluto. Como prueba de que esa sentencia existía alegó que Enoc y Elías la habían encontrado y que por eso fueron arrebatados al Cielo y que, tal vez, Moisés también lo había hecho ya que no se explicaba como se podía ignorar la tumba de tan insigne hombre que nos había dado la libertad y las Leyes.
Los Superiores vieron reducidas sus aspiraciones a un objetivo infinitamente más humilde pero harto grandioso: encontrar la sentencia que nos ataba a la muerte y descubrir su opuesta, ya no podrían ser dioses, solo meros inmortales. Los debates sobre la nueva doctrina fueron encarnizados. ¿Quién era ese joven alumno para descalificar tan categóricamente las ideas sostenidas durante siglos por los hombres del Corpus? Jesús casi no se defendía, pero una sola frase definió su sentencia: “Tantos siglos y no hemos logrado nada, si tuviéramos razón Dios nos habría dispersado como hizo en Babel”. Caifás (el Superior de aquellos debates) lo amonestó: “Lo hizo, nos dispersó por el mundo pero hemos vuelto y volveremos las veces que sean necesarias”.
La mayoría se negó a aceptar la nueva teoría y, en una decisión sin precedentes, Jesús fue expulsado con los escasos discípulos que lo apoyaban o creían en su palabra (entre ellos me encontraba yo, que era un alumno de la clase más baja, Nicodemo, José de Arimate y Judas).
Jesús temió por su vida y buscó la protección del pueblo difundiendo la parte filosófica del Corpus que no difería en demasía del judaísmo ortodoxo de los Fariseos, solo era un poco menos severa y para nada novedosa. Sus nuevos discípulos (ajenos a las verdades más profundas de su maestro) lo confundirían con el Mesías prometido. Mientras en secreto intentaba demostrar su verdad, en público planteó una nueva relación con Dios porque no podía serlo y aceptaba mansamente su destino. (¿Cómo iba a imaginar que siglos después lo sería?).
Durante tres años la admiración del pueblo le fue fiel y le sirvió de protección pero, ¿cómo no se dio cuenta que su peor enemigo se encontraba entre sus hombres de mayor confianza? ¿Cómo no se dio cuenta de quién era Judas Iscariote y el papel que desempeñaba? Yo creo que siempre lo supo y aceptó el desafío confiado en que su verdad saldría a la luz en el momento indicado, después de todo, Dios lo apoyaba y protegía dándole el poder de hacer milagros. Judas traicionó a Jesús desde un principio, pero no al Hijo de Dios en el sentido literal de la frase (ningún judío, por más ignorante que sea, aceptaría esa idea más que como una metáfora. ¿De dónde sacaron los cristianos que Dios pueda tener hijos? “No tendrás otros dioses delante de mí” dice el Señor. Judas era un ortodoxo, un defensor del Corpus que fingió no serlo para controlar de cerca las actividades del díscolo y peligroso discípulo expulsado. Cuando creyó que había ido demasiado lejos, lo eliminó amparándose en el poder del Sanedrín que estaba en manos del más acérrimo enemigo de Jesús, Caifás.
¿Cómo pudieron malinterpretarse tanto los sucesos? Judas admiraba a Jesús aunque creía que estaba equivocado, Caifás lo odiaba porque tenía razón y había demostrado su error y entre medio de ellos, once discípulos que ignoraban lo que pasaba y un pueblo oprimido que esperaba a un rey libertador, a un nuevo David.
Imagino la escena en el huerto. Judas acercándose a Jesús y fingiendo darle un beso (era inútil señalarlo, era muy conocido por la guardia del Templo que hacía tres años que lo seguía) para aclararle porqué lo traicionaba al oído.
-Por el Corpus.
-La encontré. –Habrá sido la lacónica respuesta de Jesús.
¿Qué podía hacer? Estaba rodeado de discípulos que no lo entendían, que creían que estaban ante el Mesías Prometido, que pronto vendrían ejércitos de ángeles a liberar a Israel y que ellos gobernarían sobre cada una de las doce tribus. Era gente ruda, que apenas entendía la Ley pero que estaban dispuestos a dar la vida por Ella.
Judas comprendió su error y se suicidó (no por traicionar, sino porque fue traicionado ya que Jesús no fue juzgado como hombre del Corpus, sino como judío blasfemo). Sin quererlo había callado al más grande y lúcido maestro de todos los tiempos. Los demás, asustados y desorientados, huyeron. Yo, desilusionando, hacía tiempo que había vuelto a la zapatería de mi padre.
Imagino la agonía de Jesús, saberse el único conocedor de un secreto sublime y no poder compartirlo. Vencer a todos pero a las puertas de la muerte, cuando ya era demasiado tarde. ¿A quién explicarle la verdad? ¿A Pilatos, que discutía qué era la verdad? ¿A Herodes Antípas, que le pedía un milagro como si fuera un vulgar hechicero?
Camino al Calvario me vio y fui (supongo) su última esperanza. Se detuvo y me dijo una frase que no entendí y luego agregó en arameo.
-Dilo.
Era tanta la fuerza de su mirada y la expresión de desesperación de su rostro que sus palabras quedaron grabadas en mi mente. Cuando continuó su camino hacia la muerte, seguido por una nube de polvo, latigazos y puntapiés, me quedé pensando. ¿Me había dado las llaves de la inmortalidad? ¿Por qué a mí? ¿Por qué no la aprovechó él que estaba condenado a morir? No tuve mucho tiempo para meditarlo, un fuego comenzó a devorarme las entrañas, sentí un vértigo infinito, comprendí, era tarde, me desmayé.
Al despertar, el mundo me parecía más intenso. Afuera la oscuridad era total, llovía a raudales y la gente había enloquecido; hablaban de un temblor y del Velo del Templo que se había rasgado. En mi soledad y en la oscuridad de mi taller, lloré por Jesús. Estaba muerto y, en cierta forma, era por mi culpa. ¿Cómo no lo entendí en su momento? No quiso darme la inmortalidad, me la dio porque no tenía otra opción para obtenerla él. La frase es exactamente la que dijo Dios a Adán y Eva más una partícula negativa, por consiguiente, no afecta a quien la pronuncia sino a quien la escucha. Por eso, su desesperación al decirme “dilo”, por eso, alguien que nos vio, pero no escuchó interpretó que me había maldito cuando me dijo “andarás y no morirás”.
Veinte interminables siglos después, sigo admirando a ese hombre que prefirió morir a develar un conocimiento sagrado a oídos profanos.
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