Y ahí estaba ella, viendo como la carcoma de la tristeza miraba sus heridas con desprecio. El tiempo pasaba y las llagas no cerraban, la vida pasaba y la muerte se reía, la gente pasaba y los fantasmas la ignoraban. Un pedacito de porcelana se caía por aquí, un pedazo más que ni ella sabía dónde caía, trozos de ella, trozos del alma que pululaba fuera de su recinto.
Con el miedo en los labios, sacudía el polvo de su entelequia antes de ser invadida por la soledad… la soledad, le gustaba la soledad, cuando estaba con alguien se obsesionaba con la soledad. Si estaba acompañada, las personas se fijaban en sus cofrades de porcelana, pero, si ella estaba sola, podía tener una oportunidad de ser mirada… oportunidad, más bien diría sueño.
No sabía quién le había dado esa vida que lamentaba, no sabía para qué, ¿Quién era su dios? ¿Quién le había dado esa vida en donde se tenía que sobrevivir? ¿Acaso no era un regalo? ¿Quién había sido tan cruel para sólo prestársela?, no podía existir un dios más desalmado que el que ella tenía.
Su vida se caía, literalmente, en pedazos; no le dijeron que algún día expiraría. Se consolaba pensando que su alma sería eterna, ¿quién le había dicho semejante quimera? su alma se pudriría en la memoria del olvido, ¿quién era ella para creer que trascendería? ni siquiera en vida lograba llamar la atención, talvez sólo la mía.
Jamás me han gustado las muñecas, pero ella era diferente a las demás: a pesar de su estado se aferraba al sueño de tener un hogar. Parecía susurrarme al verla entre tantas otras, me pedía que la llevara conmigo mientras un rizo negro de su cabello se quedaba entre mis dedos.
Y ahí estaba ella, entre mis brazos, tratando de imaginar la felicidad que le esperaba. Pero el frío del invierno se apoderó de mis dedos y mis fuerzas, resbaló entre mi abrazó y llovieron los anhelos. El pedacito de mirada que le quedaba fue dedicado a mí, como agradeciéndome el dar fin a su sufrimiento, de una manera… u otra.
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