Por Lino Sangalli
Como todos los hombres acostumbrados a vivir solos, voy vagando por el supermercado escogiendo lo más simple y menos complicado para cocinar, distraído y casi sin mirar a otro lugar fuera de mí mismo. Al terminar, me encamino hacia la zona de cajeros y noto una mujer que me mira sonriente. Al principio no la reconozco pero al acercarme veo claramente que es ella, que con una canastilla en la mano me pide que si voy a una cajera, se la cargue en mi carrito. Le digo que sí y rápidamente la coloca sobre éste.
Me hace recordar cómo antes, aquel cuerpo firme y apetitoso aún, saltaba sobre el mío para juntarse en feroces cópulas de amor infinito que duraban a veces varios días. Me sonríe con esa boca tan añorada, con esos ojos inolvidables.
Le doy un beso tímido en la mejilla pues no estoy seguro de su reacción. Todo bien, conversamos poco y rápido.

En la caja nos preguntan que si es una sola cuenta.
Yo, noble, digo que sí, ella, digna, dice que no. Las respuestas fueron simultáneas.
Añade a la cajera: se casó con otra.

Pregunto ¿vas a tu casa? te llevo.
Responde, quiero caminar, gracias.
Y la dejo ir. Una vez más.

Me arrepiento, subo a mi auto desesperado por encontrarla. La veo caminando, le cierro el paso y le abro la puerta: vamos, no necesitas caminar, sube.

Me mira con cariño y responde: ¿no entiendes que QUIERO caminar? y cierra la puerta diciendo con una sonrisa triste: aún te amo. Y se aleja sin mirar atrás.