Con este humilde relato intento demostrar que algunas cosas no siempre son lo que parecen.
Cuando sucedió lo que les contaré tenía yo diecinueve años de edad, y había comenzado hacía unas pocas semanas antes a trabajar en una oficina en Providencia con Pedro de Valdivia.
Mi trabajo consistía en hacer el aseo antes que llegara el personal que aquí trabajaba. Como el lugar era una gran casona de principios de siglo, de tres pisos, con cuatro baños, pisos de parquet y muchos recovecos, debía comenzar mi labor nunca después de las 5:30 de la mañana. Como yo vivo en el otro extremo de la ciudad, en Maipú, debía asegurarme de tomar micro a las 4:30 de la mañana para poder llegar a tiempo. La única micro que pasaba a esa hora era la sempiterna, fiel, leal y nunca bien ponderada 210 Tobalaba - Maipú.
La noche anterior a que sucediera el hecho que les contaré había estado leyendo yo cuentos chilenos. Narraciones extraordinarias, cuentos costumbristas que relatan la mayoría de las veces la vida del hombre del campo y sus encuentros y relaciones con el Diablo. Siempre me ha llamado mucho la atención este tipo de narraciones porque dentro de mí podía imaginar los encuentros de estos hombres con "El Mandinga", en donde siempre se le retrataba como un hombre vestido completamente de negro, con capa, montando un caballo negro y siempre acompañado de su fiel can cerbero. Podía imaginar la oscuridad de una noche sin luna en pleno campo, ver los vapores que salían por entre los surcos sembrados, oír el aletear de las aves nocturnas, el ladrido de los perros y el ruido que producen los cascos de los caballos sobre las maderas de los establos, sentir el frío de la noche y del miedo, calando hasta la misma médula de los huesos y oler la humedad, la tierra, los pastos, la bosta de los animales y hasta el mismo olor a azufre que se supone delataba la presencia de este ser.
A la madrugada siguiente me levanté como de costumbre a las 4:00 de la mañana y después de una reconfortante ducha estaba listo para irme. Me abrigué muy bien pues era pleno invierno y durante la noche había estado lloviendo. Cuando salí a la calle me sorprendió el intenso frió y la gruesa capa de escarcha producto de la helada que caía a esa hora. Comencé a caminar hacia el paradero de micros. La calle estaba, y aún lo está, flanqueada a ambos lados por grandes acacias que impiden el paso de la luz del alumbrado público, por lo tanto también estaba muy oscuro. De pronto, como a una cuadra de distancia y caminando directo en dirección hacia mí, veo una sombra enorme. Al acercarme un poco pude distinguir para mi horror que se trataba de un hombre muy alto, completamente de negro, con capa y un gran sombrero alón. Obviamente no podía distinguir su cara, aunque no me interesaba en lo absoluto como lucía. Pero lo que me paralizó completamente de pavor fue ver el gigantesco perro que lo acompañaba. Sus ojos eran dos intensas brasas de fuego llameante que iluminaban el camino de su amo.
A pesar del miedo que sentí pude darme cuenta que este ser no hacía el típico movimiento que hace una persona cuando camina, sino que se desplazaba sin moverse, es decir que su cabeza y sus hombros, que era lo que podía distinguir, siempre se mantuvieron quietos. Caminaba como flotando sobre la vereda.
Fue tal mi estado de terror que instintivamente pensé en devolverme corriendo a casa, pero inmediatamente después pensé en la ridiculez de mis pensamientos. Son cuentos, me dije, historias creadas al alero de un brasero y aliñadas con buenas dosis de tinto y de aguardiente. De todos modos cruce a la vereda del frente. Así, temblando y expectante, continúe mi camino, cada vez más cerca de este hombre, paso a paso mi corazón latía cada vez más fuerte y mi respiración podía escucharse hasta el final de la cuadra. Mis pensamientos viajaban desde una idea a otra tratando de darle lógica a tamaña aparición. Estaba literalmente cagado de miedo, de espanto, y este crecía a cada paso. Sin perderlo de vista ni un segundo nos fuimos acercando. Cuando nos encontrábamos solo a unos metros de diferencia este incubo metió su mano por entre sus ropas. Me detuve al instante paralizado por el terror, sudando frió esperé lo peor, y mientras me encomendaba a todos los santos que mi escasa religiosidad pudo recordar, el "Diablo" sacó de entre sus ropas un periódico perfectamente doblado y metido en una bolsa plástica, lo arrojó hacia la casa por la que pasábamos, se dio impulso en el suelo para hacer rodar la bicicleta que montaba y que quedaba oculta por el gran impermeable plástico que llevaba, me saludó con un simple movimiento de cabeza, el perro, que a esa altura ya había bajado a la categoría de simple quiltro, me olfateó para luego, desvergonzadamente y mediante un pequeño estornudo, despreciarme; siguieron su camino y se detuvieron frente a la siguiente casa para repetir el procedimiento.
Conclusión: Hasta el Diablo tiene que vivir !!
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