He aquí que hubo un tiempo en que el mundo era lugar indómito, de altas montañas, bosques vírgenes y tierras verdes; una edad en donde las leyendas no eran tales, sino realidades; días donde uno podía, si guardaba sigilo, contemplar desde la lejanía cómo las ninfas se bañaban en sus lagos, o acaso también observar a los dragones recorrer los cielos.
Y en aquella época, vivía el gigante Finn MacCool en la pequeña isla de Éireann, la más hermosa de todas las tierras del ancho mundo. Bien, se podría decir que no era tan menudo aquel país, no para un hombre, que tardaría muchos pasos en recorrerlo. Pero Finn era un gigante tan grande que bien podía recorrer la isla en escasos trancos, tan largas eran sus zancadas.
Sin embargo, Finn era, aunque orgulloso como ningún otro, un gigante muy remilgado. Odiaba salir de su gran palacio de roca- en donde vivía con su también gigantesca esposa Oonagh- cuando hacía frío, y no le gustaba nada ensuciarse o siquiera mojarse, siendo así que odiaba los baños, a no ser que fueran éstos con agua muy calentita.
Pero como era un gigante, y todos los gigantes eran fieros, vanidosos y altaneros, un día no pudo resistir un mensaje que hasta sus oídos llegó. Desde una lejana isla en el norte, éste sí un pedacito de tierra en comparación con el país de Finn, arribó a sus tierras la bravata de otro gigante, llamado Benandonner, que alardeaba de ser más fuerte, inteligente y bravo que el más poderoso de los gigantes de la bella Éireann.
Y como ya hemos dicho, Finn era de encendido orgullo, pues tomó aquella fanfarronada como una odiosa afrenta personal, ya que se consideraba él mismo como el mejor de los gigantes de Éireann. Y planeó la venganza, creyó él, con gran astucia, henchido su pecho por la ingeniosa idea que se le revelara luego de uno de sus opíparos almuerzos, en pleno letargo de mediodía.
-Atiende, esposa, a la sagacidad de tu gran marido- le dijo a Oonagh-. Mañana alzaré con mis inigualables manos, las mismas que derrotarán a ese engreído de Benandonner, un camino a la medida del magnánimo Señor de los Gigantes que soy, una calzada que llegará hasta el cubil de ese desgraciado. Y una vez allí, lo desafiaré, y lo derrotaré. ¡Jamás nadie volverá a reírse de Finn MacCool!
Oonagh, que en verdad sí era de gran inteligencia, advirtió la debilidad en el plan de su marido, pero conociendo el temperamento airado de éste, no dijo nada, so pena de provocar su furia.
Porque Oonagh sabía que la invención del camino no era más que una excusa de Finn para no mojarse los pies en el frío mar.
***
Así, Finn MacCool comenzó al día siguiente la construcción de la vereda que habría de llevarle hasta la lejana tierra de su enemigo. Y quizás los gigantes fueran dados a las jactancias, pero nadie en aquellos días sabía tratar las rocas como ellos. En pocas jornadas, maza en mano, y ante la mirada sorprendida de gaviotas, peces y sirenas, había el gigante creado una fabulosa escalera de peldaños con forma de panal de abejas; una maravillosa obra de arte insuperable por mano humana que salvaba las turbulentas aguas marinas desde su hogar hasta el de su enemigo.
Caminó y caminó con sus grandes trancos, y ya en territorio hostil, atendiendo con desgana los consejos que le diera su esposa- mujer gigante dada a las visiones-, Finn se presentó con gran sigilo en las tierras de Benandonner. Y, oculto tras una colina, observó desconcertado que su enemigo le sacaba dos cabezas de altura, y sus hombros eran el doble de anchos. Y lo vio precisamente enzarzado en una pelea con un dragón, al que mató con una gran porra. Y era algo así poco común, bien lo sabréis si habéis oído hablar de tan fieras criaturas aladas, pues incluso los gigantes temían al flamígero aliento de los dragones.
Y Finn, a pesar de su orgullo, tuvo miedo, así que decidió huir, diciéndose para calmar la conciencia que en la paz del hogar planearía el modo de vencer a aquel Gigante de Gigantes.
Pero he aquí que las bestias de las tierras de Benandonner advirtieron la presencia de Finn, que en su retirada fue descuidado. Las criaturas alertaron a su señor, y éste, pleno de rabia por la intrusión, se lanzó en persecución del invasor. Como Finn era más pequeño, también era más ágil, y conocía mejor la calzada que él mismo había construido, por lo que Benandonner- cuya vista para las largas distancias era escasa- no pudo más que iniciar la persecución desde la lejanía. Mas siguió las huellas de Finn en las oscuras rocas del camino sobre el mar, hasta que llegó a Éireann, tal y como Oonagh había temido que haría si descubría la vereda levantada por su marido.
Pero la misma Oonagh había sabido prepararse. Cuando regresó su marido, alarmado al saberse perseguido, la esposa lo escondió en una cuna, para desconcierto del gigante. Una cuna que había preparado durante la ausencia de su esposo.
No mucho después llegó Benandonner, y golpeando las puertas del palacio de Finn, clamó por la salida del señor del hogar, en su afán de ajustar cuentas.
-¡Sal, cobarde!- aullaba.
Oonagh, tan brava como miedoso había sido su marido, recibió entonces a Benandonner, mostrándose cordial.
-No hay necesidad de gritar, mi señor- dijo ella-. Os ruego decoro para no despertar a mi bebé. Pasad y os invitaré a una taza de té, que de seguro aplacará vuestras iras, mientras esperamos a mi esposo.
Ya hemos dicho que Oonagh era perspicaz, pero es que además era mujer que sabía manejar a los hombres gigantes, por muy volátil que fuera su carácter. Con palabras templadas y halagos casi empalagosos, supo ganarse la tranquilidad de Benandonner.
-Siento haber sido tan brusco, señora mía. Espero no haber turbado el reposo de vuestro hijo- se disculpó Benandonner.
-¡Oh, no! Mi pequeño es de sueño intenso. Vedlo si queréis- dijo intencionadamente la mujer.
Y he aquí que, al inclinarse Benandonner sobre la gigantesca cuna, quedó perplejo por el tamaño de la arropada criatura que allí dormía. Y su rostro normalmente fiero se demudó en auténtico terror, pues le resultaba pavoroso imaginar el inconcebible tamaño que debía tener el padre de aquella criatura, apenas ésta más pequeña que él mismo.
Y así fue, al fin, y también como ya había ideado la sagaz Oonagh, que Benandonner marchó del palacio de roca de Finn MacCool creyendo que éste era en verdad un titán con la estatura de un dios. No queriendo saber más nada de semejante enemigo, destruyó en su huída la Escalera del Mar- salvo en su tramo de inicio y destino- para que el coloso no siguiera sus pasos y causara su ruina y la de todo su país.
Nada más marchar acobardado Benandonner, Finn asumió la huída de su enemigo como un éxito de su superioridad y valor; pronto había olvidado el gigante su vergonzosa retirada desde el hogar de Benandonner.
Pero he aquí que, como el lector habrá ya comprobado, había sido la perspicacia de Oonagh la que había salvado a su marido, demostrando así con ello la gran verdad de que la astucia siempre se impone a la brutalidad de la fuerza.
FIN
© 2007 Javier Pellicer Moscardó
Relato inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual como parte de la obra “A diez pies del suelo”
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