(Dedicado a mischel)
Entre los 14 y los 17 años, junto a 3 hermanos hicimos muchos paseos a caballo cada verano.
Recuerdo cuando íbamos al río Itata y nos quedábamos hasta el atardecer.
Al ensillar para volver ya estaba oscuro y eran unos 12 kilómetros de distancia, sin luna, pero con millones de estrellas maravillosas y cercanas.
A poco de andar ya se acostumbraba la vista a distinguir la tierra más clara del camino gris contrastando con un campo arenoso de matorrales silvestres que a esa hora eran como una mancha oscura y extensa.
Algunos trechos más claros los hacíamos galopando casi como intuyendo la huella. Otras partes las pasábamos al tranco conversando de cosas de esos tiempos, de oscuridades, galaxias, y algunas bromas que nunca faltaban.
Más adelante venía el gran bosque de pinos en que las huellas pasaban por el medio y las ramas superiores tapaban completamente el cielo. Desde allí no se veía estrella alguna, ni luz ni sombra, era el negro absoluto.
Entonces alguno de mis hermanos mayores salía con el cuento de que en ese bosque salía el diablo, otro le seguía el tema contando con apariciones terroríficas hasta que nos contagiábamos de un miedo imposible de controlar.
Entonces le dábamos rienda a los caballos y entrábamos al bosque a todo galope como huyendo de seres del más allá, sin ver nada... el camino tenía pequeñas curvas y los caballos galopaban con las riendas sueltas por la huella en el interior del bosque.
Nadie veía nada, tal vez los caballos verían algo... y nos entregábamos a la percepción de las bestias nobles que nos salvaban del mismo demonio.
A los 3 minutos ya habíamos traspasado el bosque y el cielo se abría de nuevo con la luz salvadora, las estrellas, la cruz del sur, las tres Marías, las pléyades, la vía lactea y las nubes de Magallanes, eran galaxias acogedoras y cercanas de nuevo.
Era verdad, en esa ceguera total del bosque, solo el caballo sabe.
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