EN LOS CONFINES DE LA REPÚBLICA
“En la inmutabilidad de todo lo que les rodea,
las costas extranjeras, los rostros extranjeros,
la cambiante inmensidad de la vida
se desliza ante ellos de forma imperceptible
velada no por un sentimiento de misterio,
sino por una ignorancia algo despreciativa...”
“Corazón de las tinieblas”, Joseph Conrad.
Si en Dobruška hubiera tranvía la fisonomía del pueblo no habría tardado en cambiar. Mucha gente viviría con más comodidad. Emigrantes atolondrados ocuparían los parques de una ciudad moderna que generosamente abre sus puertas. Estaciones con nombres de héroes prohibidos durante el régimen pasado, anunciados por una voz cautivante de los tranvías capitalinos. Las calles amplias darían lugar a discursos encendidos de las nuevas autoridades.
En tardes soleadas un serpenteante camino de rieles de acero sugeriría sinuosamente los costados de la torre central de la plaza. Así el tranvía, orgulloso monumento a la modernidad, fustigaría los anhelos centralistas de ciudades cercanas y la gente pensaría que Dobruška no era sólo un pueblo al final de la República. Pero no había, ni habría tranvía en el pueblo.
Fueron proyectos que amasé en mis largos viajes tiempo después de dejar Dobruška. El recuerdo arrastrado por años me obligó a crear ilusoriamente esas mejoras de tamaño irreal. Es un hecho que las imágenes a la distancia se vuelven asimétricas y carentes de la lógica inicial.
La pompa caribeña de Miguel, un colombiano que el Ministerio consiguió en esas latitudes para dotar de amabilidad el recibimiento de un becario extranjero, intentaba mitigar la soledad de Dobruška, que a esas horas ya casi dormía. La hilera de casas desvencijadas chocaban con la estación del tren. Los abedules añosos flanqueaban la vereda y la nieve cayendo, evocaba ese aroma a carbón inconfundible de la calefacción central de un país comunista. Los días de nieve eran diáfanos y la imperfección del tiempo hacía que se distorsionaran todos los sentidos. El tono azulado de los edificios bajo la incesante nieve al final del día, asemejaba una bóveda temporal en la cual lenta, pero inexorablemente, me adentraba. Enfilando por una pequeña calle adyacente, el monumento del célebre poeta cubierta de hollín, hundido y reivindicado por no pertenecer a la cultura dominante en tiempos que la República, no pasaba de ser un anhelo romántico. Ese escueto paseo en una ciudad fantasmal diluyó mis temores.
La residencia, un elefantiásico edificio comunista, recibía estudiantes de todo el país y hasta hace un tiempo, de todo el mundo. Las reformas del nuevo gobierno disminuyeron considerablemente la llegada de extranjeros y en los últimos años en los pasillos del colegio reinaba el silencio.
Los días pasaban y la pequeña villa se transformó en un remanso hogareño de perfección asombrosa. El espacio que se abrió en mi existencia no tenía punto de relación con algo del pasado. Si en la otra orilla de una existencia sudamericana las cosas no habían marchado bien, en los paseos de la tarde me cuestioné el porque de esta sensación de pertenencia en un confín absolutamente fuera de todo cálculo. Los espacios duales de Dobruška, movidos entre la finitud y la inmensidad restituían las ansias de conocer cada rincón de este pequeño pueblo. La calle del cementerio judío marcaba el final de cara a la república limítrofe. La lechería al otro extremo de Dobruška era una isla en medio de plantaciones de cebada que contrastaba con la fortaleza medieval del pueblo vecino. En la otra orilla no tenía nada a que volver; lo constaté por aquellos días.
Frente al ayuntamiento la cafetería de Don Bratislav era un faro en las tardes brumosas de Dobruška. La máquina italiana adquirida en tiempos del comunismo, final de una cadena de sobornos que incluyó un influyente general de la República, preparaba capuchinos como en Venecia. El padre de Don Bratislav había instalado en el pueblo aquel remanso cosmopolita, en los albores de la nación y resistió los embates de la guerra gracias a la protección de la resistencia. En el sótano funcionó durante los años de persecución una radio clandestina que mantenía al pueblo al tanto de todas las noticias importantes al otro lado de la órbita socialista. Al viejo Bratislav la ciudad lo recordaba por la fantástica leyenda en los años previos a la guerra con Alemania. El pueblo se revolucionó con la llegada de intelectuales que cruzaron la frontera a pie y decidieron permanecer en Dobruška a la espera de los acontecimientos. La intervención del viejo, que mediante influencia convirtió las casas aledañas de la plaza en verdadero campos de refugiados, fue uno de los episodios más memorables de la historia de la ciudad. La plaza atestada de transeúntes que escuchaban absortos los recitales poéticos contrastaba con campesinos venidos de caseríos cercanos que se agolpaban en alguno de los cuatro bares de la ciudad. Dobruška se había convertido en una pequeña París. El pueblo inspiraba obras literarias y su nombre figuró en el mapa cultural europeo.
Fue poco antes de morir que, abusando de su cuerpo y con las últimas fuerzas, éste verdadero ilustre de Dobruška y dueño del Café Regente, picota en mano cercenó la nariz del padre de la revolución comunista en medio del pueblo. Tras vítores, el abuelo comenzó a sentirse mal y expiró súbitamente en la puerta del Regente. La congoja enmudeció a los ciudadanos y el ayuntamiento decretó tres días de duelo.
Las tardes en el café se multiplicaron y la intricada lengua del viejo Bratislav fue más y más familiar. Avancé con el checo, al punto de no necesitar asistir a clases, lo que molestó al director que me recordó la falta de responsabilidad respecto a la beca. Una tarde en el café, Bratislav distraídamente me comentó que el director del instituto era un protegido de los comunistas sobrevivientes en el Ministerio y que la antigua disciplina obrerista aún persistía a espaldas del pueblo. Era indudable que el café constituía la sumatoria de la historia de Dobruška, cada centímetro, cada tablón y cada ladrillo alertaba sobre lo que un observador avezado hubiese descubierto esencialmente como la historia constreñida en las paredes del edificio.
En el cuarto que me asignaron en la residencia universitaria, la ventana permitía una visión privilegiada de la parada más importante del pueblo. En las tardes fisgoneaba con curiosidad a los transeúntes que religiosamente esperaban el autobús. Lunes, martes y jueves en la tarde se concentraban mujeres obreras de la única fábrica del pueblo. Los miércoles y viernes los hombres predominaban con sus impermeables grises y actitud cabizbaja. La fábrica de pollos proveía de alimento a toda la comarca y las mujeres eran el mayor porcentaje de las trabajadoras. Poco después de la caída del régimen comunista, un puñado de obreros se apresuraron a convertir en cooperativa a la empresa para asegurar el trabajo ante alguna eventualidad futura. El sistema antiguo, como lo llamaban los checos, seguía funcionando.
-A pesar de todo es lo único seguro que conocemos después de la guerra-, confesó un anciano sentado en el banco de la plaza junto a un añoso abedul.
El primer viernes de cada mes, hombres con impermeables en el brazo abordaban el último bus y se sonreían unos a otros saludándose efusivamente. Los estudiantes llamaban a ese día “el del carnaval”. En ocasiones los de la residencia se plegaban a este ritual y acompañaban a los hombres a la parada. La despedida del último autobús era con gritos y aplausos rompiendo la monotonía del pueblo y cerrando la fiesta hasta el otro mes. En ocasiones acaricie la idea de abordar ese bus y bajar en algún pueblo de la comarca y ver lo real de aquellos anónimos pasajeros del carnaval.
La tarde más gélida que el termómetro registró en Dobruška el bus cerró sus puertas y enfiló raudo por la Avenida Central. Desde mi ventana la calle se veía amplia y desierta. En los márgenes de esa especie de pantalla privilegiada que tenía mi cuarto una mujer ocupó la escena corriendo tras el bus. Lo imposible de su empresa la dejó parada en medio de la calle desierta, perturbada por su fracaso. Desesperada se llevó las manos al rostro y comenzó a llorar en medio del silencio sordo del pueblo. En un momento levantó la cabeza, se incorporó y sus ojos se clavaron en mi ventana. Su mirada me perturbó por la mezcla de sentimientos contenidos en un episodio que ella compartía conmigo involuntariamente. Hoy el recuerdo de aquellos efímeros segundos dejaron en mí un sentimiento de escozor y el recuerdo de María se vuelve más real. Aquel sollozo en medio de la calle me conmovió, pero ese llanto contenido, irremediablemente frágil frente a la inmensidad de la estación de autobuses se hizo imposible de desechar en mi cerebro afiebrado.
Mantuve la cortina corrida de la ventana. Ver la parada era entrar en un juego obsesivo por buscar a la mujer. Dejé pasar un tiempo y la rutina de Dobruška cubrió inexorablemente ese episodio. El clima mejoró. El sol convirtió a la nieve en musgo húmedo que cubrió las calles como nuevo visitante. Una mañana de nubarrones amenazantes la ví sentada junto a la escultura cilíndrica que adorna la plaza. Con sus profundos ojos azules clavados en los ladrillos de la torre central y el abrigo crema desabotonado. De su blusa blanca emergían senos turgentes y con las manos aferradas al pequeño banco de madera, teoricé acerca de una espera impaciente. Jugando con el anonimato mi estrategia fue inútil, sus ojos siguieron furtivamente el trayecto aparentemente despreocupado que inventé para llegar al Café Regente. Después de aquel encuentro la impaciencia se apoderó de mí. La conexión estaba hecha y no pude disimular las ansias de encontrarla y saber todo de ella. El hombre que se ve privado del ambiente que lo vió nacer con sus afectos perfectamente definidos y seguros parece perder el decoro, y el impulso de la transgresión se vuelve casi un método de supervivencia ante las fuerzas ininteligibles que dominan su circunstancia. Recorrí bajo un plan previamente establecido todos los rincones de Dobruška buscando a María. Concluí que vivía en otro pueblo. Volví a apostarme en la parada de autobuses. El hecho de saber que no habitaba el mismo espacio perfectamente diseñado de la villa me angustiaba. Los límites de Dobruška se habían vuelto seguros. Tenía claro las distancias y casi podía oler los aromas del pueblo en una especie de círculo perfecto.
Entrada la noche me escabullía hasta la parada de autobuses y anotaba todos los itinerarios del bus de María. En el mapa de la provincia marqué destinos posibles y calculando la distancia desde Dobruška, imaginé el tiempo que a ella le tomaba llegar a su pueblo. La especulación es un activo de adrenalina y vigilia que aceleraba mis pensamientos a lo indecible. La tarde previa al día del carnaval decidí seguirla. La parada de autobuses atestada de gente disimuló mi empresa y empotrado en el último asiento junto a la ventana observé a María. Los sembradíos de cebada tierna contrastaban con las hileras de árboles a la orilla del camino y el suave atardecer dejaba un residuo rojizo en el cielo primaveral. La ansiedad de ver parajes desconocidos, edificios similares de pueblos pequeños cercanos a Dobruška, torres barrocas, castillos enclavados en lomas suaves, me producía vértigo. El pesado bus se detuvo en la cuarta parada y antes de seguirla alcancé a revisar mis apuntes para saber donde me encontraba. La mujer se bajó en un caserío antes de un pueblo cercano. La paradoja de encontrarnos en la parada y el bus que se perdía raudo entre la arboleda del camino extravió mi sentido del tiempo y confundido sólo atine a caminar en dirección a la mujer. Era el impulso que me llevaba, instintivo sin caretas ni nada, tenía que encarar esta situación ridícula, pensé. Las casas pulcras y grises con jardines pequeños acentuaban la soledad del paraje. A pocos metros una señal metálica con una raya roja oblicua indicaba el final del pueblo. Más allá campos que se iban desdibujando en la penumbra de la noche. Hábilmente la mujer se situó en medio de la vereda y sus ojos se clavaron en los míos dejándome sin opción. Me detuve frente a ella y su belleza rubicunda me turbó por unos segundos. La elegancia de sus afiladas facciones bajo esa noche clara la llevo en mis recuerdos. El rostro sereno y las manos cruzadas acentuaban la madurez de una mujer frente a un niño travieso. La sensación de entrar en un juego peligroso me invadió. Pero sus ojos azules en la penumbra, sin observadores, casi como en un cuarto oscuro, me dejó estático en medio de aquel caserío extraviado en el mapa. Frente a ella, sus manos suavemente se estiraron con familiaridad. Una nota cuidadosamente doblada en papel blanco cayó sobre la palma de mi mano. La aprisioné con fuerza y sus dedos se engancharon en los míos como viejos amigos. La naturalidad de los cuerpos unidos en medio de la oscuridad destruyó todas las barreras y me atreví a besarla con pasión. La respuesta de sus labios casi instintiva se detuvo con el centelleo de las luces de un auto que nos hizo volver a la distancia de un encuentro furtivo. Fueron esos escasos segundos los que aturdieron mis sentidos, después de haberla tenido casi entre mis brazos, ese calor sensual, la boca húmeda y su lengua aguda, me hicieron olvidar lo extraviado de la situación. Se escabulló como saeta y la noche clara cerró ese pequeño capítulo fuera de los muros de Dobruška.
La carretera que flanquea el pueblo corta como guillotina las tres calles que confluyen en la salida norte. Más allá de la autopista se divisa el cementerio de la villa e instalaciones recientes de una gasolinera alemana, que posterior al régimen comunista se ha convertido en un polo de modernidad reconocido en toda la comarca. Enclavado en una loma existe un pequeño motel estilo americano, que los estudiantes de la residencia denominan “la tienda occidental”. Marcas americanas, bebidas energizantes y fetiches de colores se pueden adquirir sólo en ese lugar. La indagación fue una tarea de días y las visitas para observar este portento de arquitectura funcional, me sustrajeron del agobio de los exámenes finales de la universidad. La nota de papel blanco que ella me entregó apuntaba hora, día y lugar. No había palabra, frase u otra referencia.
El recuerdo de un ritual lento evoca mi encuentro con María. Aquella mañana las nubes bajas presagiaban una tormenta. La impavidez del pueblo ante este evento y los árboles con sus hojas inmóviles fueron una sumatoria de detalles angustiantes que observé desde la ventana de la residencia.
El cuarto del motel era pequeño. Sólo la cama, un velador y una televisión rebalsada de canales porno. Desde la ventana vi limpios lomajes verdes de cebadas tiernas. El camino de guindos se perdía en el pueblo vecino en un hilo negro asfaltado. Eso logró mitigar mi ansiedad circunstancial y la espera de María se escabulló bajo el manto de los arrabales de Dobruška.
La sensualidad de su cuerpo en el “hotel occidental” me dejó un sabor extraño. La gravedad de las miradas en el juego amatorio, las prendas tiradas sobre la silla, el contorno de sus senos, la boca fundida en cada beso y el miedo en la pared como un recordatorio de que todo aquello acabaría, se esfumó como los aromas de una noche placentera. Las pocas palabras que intercambiamos sólo conducían a la resolución de no vernos más. El matrimonio mal avenido de una mujer de pueblo fue un azote común en los años del régimen comunista. María se sentía ligada a su esposo y la sola idea de abandonarlo la ponía mal. En este desconocimiento asfixiante de la realidad la resignación separó las aguas entre María y yo.
Fui cauto y lo reconozco, pusilánime hasta zaherir la decencia que existió en el encuentro. La fuerza para seguir en Dobruška buscando a María en las tardes cálidas se hizo una necesidad interna. La parada de autobuses se convirtió en obsesión y los reiterados viajes a los caseríos aledaños resultaron inútiles.
Sumergido en el checo, regresé a saborear el café del Regente y las noches estrelladas con astros desconocidos en el Hemisferio Sur fue el último recuerdo suspendido en la ventana del tren que me llevó lejos de Dobruška. Me ahogué durante años en libros, artículos especializados y conferencias. Regresé a la República por breve tiempo, acaricie la idea de buscar a María y lo afiebrado de la idea me hizo desistir. Quizás su vida seguía en la parada, en la fábrica y el caserío de jardines perfectos.
No volví a verla, no volví a la villa y la conciencia real de encaminar mis pasos a Dobruška ha absorbido noches en otra parte. Marcado en los extraños compartimientos de mi psiquis exorcizada, fue un lugar que pareció real, quizás perfecto.
REGISTRO DE PROPIEDAD INTELECTUAL
INSCRIPCIÓN N° 159.210
SANTIAGO - CHILE.
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