Jorge Rabanito se ganó un jugoso premio en la lotería y como era hombre advertido, ¿que más seguro que invitar al más ladino de los ladrones para que le acompañara a cobrarlo? Pensó de inmediato en Jorobadito, llamado así, no por alguna malformación en su espalda, sino por lo complicado de su carácter, siempre proclive a la violencia y al arrebato. Pero Jorge conocía a este truhán, se saludaban y hasta se tenían cierta simpatía.
El tipo aceptó de inmediato y convinieron que esa misma tarde, ambos acudirían a las oficinas para cobrar el premio. Como Jorobadito pertenecía al gremio, conocía a fondo las artimañas de sus congéneres y sabría como mantenerlos a raya. Por el favor, recibiría una paga que, si bien no se comparaba a la que recaudaba en cada uno de sus ilícitos, le serviría para cubrir algunos gastos. Por lo menos, eso fue lo que le dijo a Jorge Rabanito, quien no cabía en el cuero, de lo contento que estaba.
Salieron ambos, algo separados uno del otro, conocedores del dicho: dime con quien andas y te diré quien eres. El delincuente miraba de hito en hito, buscando a alguien distraído al cual afanar. El hombre era bueno para hacer favores, pero eso no obstaba para que dejara de lado su quehacer profesional. De todos modos, al parecer los boquiabiertos se habían quedado en casa, porque no tuvo oportunidad de cometer ningún rapiñazo.
Al llegar al edificio de Lotería, Jorge Rabanito, muy encorbatado y con su mejor terno, se dirigió a la oficina en donde le entregarían su premio. Jorobadito, le aguardó en una salita y entretanto, revisaba la instalación, buscando los puntos vulnerables. Era admirable este ladronzuelo, siempre pensando en el trabajo.
Cuando Jorge Rabanito salió de la oficina, deslumbrado por los flashes de las cámaras fotográficas –había aceptado mostrar su rostro para la publicidad del producto- Jorobadito se levantó de inmediato y escondió sus malas intenciones tras una sonrisa de seis dientes apolillados. Cuando salieron, el malandrín le sugirió a Jorge que fueran a tomarse un refresco. Le dijo que él conocía un lugar bastante acogedor y retirado de las miradas indiscretas. Jorge Rabanito, contento como estaba, aceptó de inmediato y nunca imaginó, o si lo imaginó lo disimuló muy bien, que el tipo le preparaba una celada.
Cuatro individuos mal encarados, saltaron sobre ambos y cualquiera adivinaría lo que iba a suceder. Pero, inimaginablemente, Jorge sonrió con una sonrisa amplia y les dijo: llévense lo que quieran señores. Y le guiñó un ojo a Jorobadito, que le siguió el juego, hirviendo en su interior. El afortunado hombre había tenido la precaución de guardar su premio en la caja de fondos de la gerencia de Lotería y sólo le habían entregado un facsímil inservible para despistar a los eventuales ladrones. Como Jorobadito no era iluso, había pensado en esta posibilidad y guiñándole un ojo a uno de los asaltantes, le dijo a Rabanito que era muy probable que los delincuentes los secuestraran para obligar a los familiares a cancelar el rescate. Rabanito sonrió de oreja a oreja. También había previsto esto y había enviado a los suyos a vacacionar un par de semanas a alguna parte lejana. Por lo tanto, la teoría del secuestro era inservible.
Acaso la solución para los ladrones sería telefonear al gerente para que liberara el cheque a nombre de Jorge Rabanito, pero esto tampoco tendría efecto, porque el cheque había sido enviado a un banco del extranjero y allá lo cobraría un pariente de Jorge. Nadie conocía el destino de ese dinero, salvo el gerente, que, aquella misma mañana se había tomado unas largas vacaciones en un crucero.
Como parecía que todas las provisiones habían sido tomadas, Jorge Rabanito fue dejado casi desnudo en la calle y el malandrín de Jorobadito se fugó con los otros ladrones, porque ya habían perdido mucho tiempo en esta enojosa situación.
Así, tapándose sus partes pudendas, pero absolutamente feliz, Jorge Rabanito se dirigió a su casa para celebrar el magnífico acontecimiento. Ya había logrado despistar a los peligrosos delincuentes y sabía que no podría confiar jamás en Jorobadito. Obvio que debería esperar un poco para recobrar su dinero y para ello, se dispuso a devorarse un buen plato de porotos. Después de todo, la distancia que mediaba entre él y su fortuna, estaba a una digestión de distancia…
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