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El sabor violáceo del tango

Su señora Marta dormía con un ronquido quedo a las cuatro de la mañana. Don Marcelo madrugó antes del primer canto eufórico del gallo de la vecina, quedó sentado en la cama por algunos minutos y luego emprendió el viaje hacia el ropero para extraer su camisolín y la camisa de cuadros azules y blancos.
Caminó con sigilo hasta la cocina para eludir que el ruido de las maderas flojas que conformaban el piso, no crujiera como un despertador casero para su mujer.
Era viernes y el viento golpeaba la puerta de chapa del patio que comunicaba con la vecina de la minúscula granja avícola. Don Marcelo se sentó en la cocina debajo de una luz mortecina, que le dibujaba su silueta en la pared descascarada, cubierta de fotos de nietos y adornos de ciudades turísticas. Prendió la radio y ubicó la perilla del dial en una AM que comenzaba la mañana con un par de tangos del polaco y de Julio Sosa. Antes de sentarse a deleitarse con su música, fue hasta a la alacena donde detrás de las cajas de arroz había una botella de vino.
Las horas se consumieron como un cigarrillo abandonado que chorrea cenizas como pequeños cascotes. Don Marcelo bebió con la serenidad de una curandera que soluciona el empacho con algún centímetro y frases religiosas. Seis vasos de tinto se esfumaron mientras el tango lo transportaba a su cabina cuadrada con destino Cañuelas, después de traspasar Saladillo, Roque Pérez y Lobos con la spica salpicando recuerdos y el traqueteo del tren retumbándole los oídos.
El reloj cantaba como un grillo en la soledad de un pueblo recién color naranja por la línea flaca del horizonte. Se hicieron las nueve del viernes y el viejo fue hasta el baño a quitarse las manchas violáceas del labio y ese aliento tibio a vino, antes de que Marta se levante.
- ¿Qué haces viejo? - Destapándose los ojos, le gritó desde el baño.
- Nada, espero que se hagan las diez para pasar por el club- dijo don Marcelo, pegado a la mesada, con la voz resbalosa como un piso recién encerado, mientras cebaba un mate espumoso con la pava calentándose a fuego lento-.
- No vino la Juana para salir a caminar, ¿no?
- Yo no oí la puerta, vieja. Vení a tomarte un mate- doña Marta se arrimó a la cocina con lentitud, como si tuviese los tobillos atados a una plomada, y lo miró desconfiada achinando los ojos-.
- ¿No habrás estado tomando, viejo?
- No, vieja. Me levanté a escuchar mi programa de tango con unos buenos mates…nada más.
Doña Marta caminó con la boca trompuda, renegando de lo inevitable: las borracheras cotidianas de su marido que pese a tener el páncreas fermentado, proseguía con un hábito religioso ingiriendo litros de alcohol.
De todas formas doña Marta creía en las promesas del ex ferroviario. Creía que abandonaría el vino como abandonó su barrio porteño de Adrogué cuando las vías alcanzaron a instalarse en General Alvear. Pero don Marcelo no encontraba sitios donde depositar su alegría, no hallaba momentos que le alivianaran la opresión del silencio solitario del pueblo. Podía amortiguar las horas con su vaso de tinto, sujetando cuatro cartas con la mano derecha, mientras fabulaba con que algún órdago le permitiera unos centavos para otro trago. Pero después de esos minutos efímeros, donde su estómago absorbía el líquido como un río de aceite hirviente; volvía chorreando tristeza, caminando con el cuerpo pegado a las paredes blancas de las casas.
Esa mañana la Juana aterrizó a las diez con su arsenal de chusmeríos. Habló que el intendente andaba en su auto lujoso repartiendo plata por los barrios de las orillas para las elecciones, que el marido de la pocha debería andar metido en la falopa porque se había comprado un auto cero kilómetro y una moto al hijo, y teniendo en cuenta que un modesto empleado municipal no puede tener semejante solvencia para castigarse de esa forma. Dijo algo más en apenas veinte minutos sentada en el sillón, en la previa de la caminata diaria con doña Marta. Creo que habló del mal humor del panadero de la esquina porque le habían aumentado la harina, y después doña Marta la sacó oliendo el disgusto de Marcelo que miraba la ventana con un silencio eterno, rascándose los bigotes como practicaba siempre que estaba enojado.
El viejo aborrecía la cadena informativa clandestina de las señoras del barrio que se detenían en las puertas ajenas a relatar una serie de informaciones de dudosa procedencia en voz baja, con la excitación de un nene que estrena botines nuevos. Él prefería hablar de Perón, de sus viajes en tren y evocar épocas gloriosas de su Ferrocarril Oeste; pero el tabú de acero de la política, los pocos románticos futboleros y los contados vecinos del pueblo que deambularon en tren; le cocían la boca para que no lo insulten de nostálgico o fanático los muchachos del mus. Se tragaba esos recuerdos para sus madrugadas de vino y tango en la mesa de la cocina.
Aquella noche soñó profundo y disfrutó un viaje en tren hasta Cañuelas. Él iba con su chaqueta verde, una gorra vasca que usaba de cabala y la protocolar Spica cantándole un tango. Recorrió kilómetros con una felicidad infinita, frenando de tanto en tanto a cargar pasajeros y charlando de fútbol con algún extraño que se arrimaba a intercambiar palabras. El sueño duró minutos, y cuando despertó tenía la boca gomosa y amarga. Miró la noche nebulosa por la ventana y procedió con los ojos vidriosos a realizar su caminito de vaca que lo trasladaba a la alacena, para luego echarse como una bolsa en la silla de la cocina a escuchar tango con su vaso color sangre espesa arriba de la mesa.
El líquido le fue convirtiendo en brasas anaranjadas el páncreas y los intestinos. Siguió bebiendo con una puntada ácida en el centro del estómago, pero cuando cerró los ojos para ahuyentar el dolor, se volvió a la cabina con su spica y la vista en el horizonte mientras el tren traqueteaba y se alejaba del pueblo.
Bebía con una sonrisa ancha en la cara, y el tango le movía los vagones que lo desplazaban lentamente hasta Cañuelas. Pasó varios parajes y al unísono la botella disminuía como se consumen los troncos en la caldera de la locomotora. Don Marcelo continuaba su viaje de maquinista saboreando el tango con una mueca, hasta que divisó un cartel blanco y negro con el letrero de Cañuelas. Allí frenó la locomotora, se le apagaron los ojos de un tirón, y en la misma estrofa el polaco gritó en la spica con un acento gangoso: “la curda que al final, termine la función, corriéndole un telón al corazón” cuando él se tumbó en el piso con un estruendo grave, que levantó a doña Marta para verlo por última vez en su vida, y el bandoneón cerró la escena con un acorde fúnebre.

Texto agregado el 25-10-2007, y leído por 203 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
31-10-2007 Qué buen relato, que da cuenta de innumerables situaciones reales ... Lleno de tradición, de elementos que identifican un lugar y un tiempo, personajes que se pueden encontrar casa por medio, y esa nostalgia matizada con angustia que se ahora con el alcohol, tanto como la que se ahoga con el hábito del chusmerío. Felicitaciones. 5* sara_eliana
25-10-2007 Me gustó mucho tu relato, tiene sabor amargo pero nostálgico, ***** OMENIA
 
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