Conversando con una amiga sobre objetos guardados como recuerdos, me comentó que conservaba un vasito de la dote de su bisabuela. En su opinión, totalmente subjetiva y en todo su derecho, decía que era precioso. Cristal grueso con un asa del mismo material, pero de color azul. Se le vino a la cabeza la posibilidad de que se le pudiese romper y confesó que perdería algo más que un vasito precioso. Porque no es la belleza del objeto que guardamos como recuerdo lo que más nos importa, si no la esencia, la identidad que guardamos en él.
Yo también recuerdo unas tazas de mi bisabuela, la del pueblo, que guardaba mi madre. Las tenía expuestas sobre el mueble del salón. Aquel símbolo nostálgico de su niñez, también pasó por la nuestra, que lo maltrató haciéndolo caer varias veces y teniendo que ser reconstruido con Loctitec. En la forma podían haber perdido la imagen de tazas y se pareciesen más a un puzzle, pero en el fondo, seguían siendo un objeto de mi bisabuela y un pequeño monumento a los recuerdos de mi madre.
Por mi parte, también guardaba un cajón con un montón de recuerdos, que aunque eran inservibles para la decoración, me evocaban momentos pasados siempre felices; Una medalla del campeonato de fútbol sala, sería de consolación. Un mechero zippo que no usaba porque los cigarros me sabían a gasolina, pero me lo había regalado mi madre, lo que le daba ese valor añadido que le permitía ser almacenado en el cajón de los recuerdos. Un montón de papelotes, de relatos que escribí cuando era más joven. Ahora me daría vergüenza leerlos, es posible que nos cueste pensar que una vez tuvimos las mentalidad de un niño, con las esperanzas de un adulto. Una cartera que ya no usaba, que contenía inutilidades caducadas, pero impregnadas en el olor del pasado; Un bonotransporte joven con la foto de un adolescente. El carnet de la biblioteca de Caja Madrid, allí es donde mi madre me hizo coger querencia a los libros. El carnet del polideportivo de mi urbanización, donde dediqué horas jugando con mi pequeña pandilla de “refuse”. Y un preservativo seco y arrugado, también caducado, de algún amor platónico que no lo abrió.
Ahora mi casa, es un pequeño almacén de recuerdos en stock; Fotos, libros, un muñeco Epi que me habla, dibujos, papeles escritos por los rincones de los cajones y decoración; vasos, espejitos, jarrones, copas, tazas con loctitec. Y si alguien viese mi casa, podría decir que es muy kitsch. Tal vez mi vida sea muy kitsch. Tal vez yo sea muy kitsch.