Los vientos del sur tiemblan hacia mí. Camino esta vez con dirección desconocida entre medio de la gente que viene y va cada vez más rápido. La señora de ojos tristes me convida la información necesaria, pero no me habla, sólo estira su mano y me entrega el diario. Lo observo, como si en realidad me importara en algo...
Pasadas las horas me enfoco. Estoy en la Estación Central, aquella en donde te vi por primera vez pero en esta ocasión ya no importa, ni siquiera inquieta. Hoy creo que soy otro.
Entonces bajo hacia el metro, la gente se aglutina contra la respetada línea amarilla, como si la muerte y el pensamiento de caer fueran inminentes. Es raro, el tren hace su aparición desde las sombras cargado de cansancio, las personas dentro del vagón parecen figuras de un tetris sacado de atari, todos contra todos, acomodados sin censura contra una voluntad oprimida entre las horas de trabajo y de estudio.
Avanzamos hacia el túnel sombrío, las respiraciones se escuchan como gritos envueltos en suspiros silenciosos, con ganas de partir algún lugar lejos de aquí.
He llegado al punto. El crepúsculo baja en la plaza negra, las palomas rezan en el suelo las migajas del viejo olvidado por los años. El niño inquieto las persigue y parece un ángel entre las alas batidas y el reflejo del sol.
En ese momento la lágrimas brotan por mi mejilla… estás ahí, con tu falda roja como siempre, a la hora de siempre y con la sonrisa de siempre. Entonces me pregunto por qué lloro, si aquel es el escenario de mis sueños y deseos más profundos, y como una ráfaga de viento helado se desprende mi alma, puedo mirar todo, me veo ahí en la fatídica circunstancia, puedo observar mis ojos oscurecidos de soledad, comprendo que el tiempo es el de siempre, la plaza es la de siempre… pero aquel payaso melancólico no es el mismo estúpido que dio su vida para que esto funcionara.
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