Vi los colores abandonar la tela antes de comenzar a perseguirme, los vi transformarse. Incontables bocas con muecas grotescas emitían carcajadas, cuerpos desmembrados se esparcían por el piso, se enroscaban en poses imposibles, me tocaban… Manos y dedos flotaban en el aire como garras.
El gigantesco remolino me atrapaba al fin y me asfixiaba.
Despertaba agitada, sin aire, sintiendo la pintura adherida a la piel. El gusto permanecía en mi boca varios minutos tras las pesadillas.
Traté de disimular el desagrado que sentía hacia sus obras. Sonriendo ante los nuevos principios, adulando los resultados de sus noches de pinceles, fingiendo interés por las formas y los tonos. Pero cada vez resultaba más difícil, el asco se gestaba en mi interior y crecía día a día.
Me repugnaban las líneas tan perfectas, seguras partes de ese todo que adaptaba la belleza al sentido más humano, delicadamente impresas, soberbias y altivas. Las odiaba.
Intenté advertirle, le pedí que se detenga pero tan seguro de las bondades de su arte, me ignoraba. Mi visión de las cosas poca relevancia tenía para el maestro, es por esto que jamás advirtió el final.
Esa noche el fuego lo consumió todo, acabando por fin con las líneas y colores. Vi los cuerpos retorcerse y las caras derretirse, escuche sus lamentos. El no gritó, se esforzó por salvarlos hasta el último segundo.
Odiaba los dibujos porque cobraban vida por la noche, ya no hay quien los invente para torturarme, y ellos son ceniza.
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