Tras la aparición de algo así como setenta y seis mujeres colacadas con total estrategia, iguales todas hasta la Real, pero que si pasaran una al lado de la otra ni se reconocieran, menos la Real. Y el apetito goloso de tropezar por esos lugares que parecian no estar quietos de tanto que los pasaba. Hasta que el quieto era yo,
saltando por aqui y por allá, re-teniendo con memoria fotográfica el radio que cubre ese urdír en la herida con trágico embelezo.
Sin duda queda equi-valente a lo equi-presente de aquellas equi-mujeres y su equi-distancia.
Sin duda no se rompe nada, a menos que se agarrara de los extremos y con todas las fuerzas posibles, se presionara hacia adentro, al centro, a donde está ese foquito medio prendido, medio apagado.
Y si todo se rompiera si todo se fuera a la mierda, trataria de adjudicarme días sin huellas y caminaria para atrás, dándole la espalda a aquello que secuencialmente reside en la parte sombria y también la asoleada.
Remotamente recuerdo lo real, tras quedar establecido que la gama de colores conocidos se diluyen en mi memoria como el azúcar en una taza de té; pero lo real era, en un momento dado, determinar los giros más interesantes que tiene en sus esquinas esta ciudad, y al encontrar el giro más lindo, vomitar una mujer: aquella que dejó su olor, su paciencia, su cabello, su ombligo; allí donde lo real lo determinan la vista y las neuronas (solo unas cuantas), solo las capaces de buscar setenta y seis esquinas con setenta y seis mujeres y al final la Real diluida.