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Dama andante

José le dijo a su madre que yo tiré la piedra. Y era cierto, fui yo. José venía hacia nosotros con la sonrisa torcida, me agaché a coger la piedra y en el segundo siguiente se la pegué en la cabeza. Y funcionó, José se quedó quieto como un poste, tapándose la ceja izquierda, mirándonos con la boca abierta, hasta que empezaron a caerle gotitas en la camiseta y se puso a llorar. De repente, como traído por un rayo, apareció don Alejandro y me llevó a ver al director agarrándome del brazo. No estaba asustada, sabía que no iba a pasarme nada tremendo, una regañina, deberes extra, tres días sin recreo. En cambio iba bastante curiosa, nunca me habían llevado al despacho del director.

En efecto no resultó nada grave del asunto de la piedra. Más bien al contrario porque a partir de ese día también a José le quedó claro con quién se las estaba jugando. De vez en cuando era bueno recordárselo a los chicos. Antes de que Simón y yo nos conociéramos, los chicos estaban acostumbrados a tomarle por un saco de boxeo, una escoria, un felpudo. Simón era de estatura normal, pero hasta los más enclenques lo vapuleaban. Era el pelee oficial de la clase y mi labor inmediata, en cuanto me enamoré de él, fue poner a cada uno en su sitio. Empecé pateando algunas canillas, repartiendo empujones aquí y allá, incluso hice sangrar alguna nariz. Y luego ya bastó con poner una cara de las mías para que la cosa no fuese a mayores.

Simón no era estúpido. A él no le importaba que los chicos le llamasen mariquita, gallina, cobarde. Sólo le importaba yo, nosotros, los dos. Como yo tampoco era tonta me concentraba en lo mismo y no hacía concesiones a nadie. Se acabó el recibir a Simón con capones y despedirlo a patadas. El que estuviera dispuesto a aflojar la mano tendría que estar dispuesto a recibir, y yo me sentía muy capaz de repartir generosamente entre la chusma del colegio. El amor de Simón, un amor exclusivo y privado que sólo yo entendía, me agigantaba, me hacía inmune, valiente, colosal. Yo era su dama andante y él mi dulce caballero y un ejército de dragones no podría con nosotros: había suficientes piedras en el mundo para impedirlo.

Así fue durante años. Simón y yo vivimos nuestro amor sin estridencias, fieles, sinceros, con algún contratiempo ocasional sofocado al momento. Sólo una cosa pudo con nosotros, algo más inocente y a la vez más terrible que el acoso de los chicos. Su padre cambió de empleo, su familia se mudó de ciudad y se llevaron a Simón del colegio. Contra esto no pude luchar, era mucho dragón para mí sola. Lloramos juntos, nos abrazamos, nos prometimos, nos consolamos mutuamente y nos separamos. Tierna y horrible, así fue nuestra despedida, no lo he olvidado. Le regalé una última cosa, un deseo: que donde fuera encontrase a una dama valiente que protegiese su corazón de cristal. Estoy convencida de que ocurrió así.






Texto agregado el 22-10-2007, y leído por 97 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
22-10-2007 Excelente. Van* y saludos. arqui
 
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