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Al otro día vienen el Cabezón Lombroso y su novia modelo —o simplemente su novia, o simplemente la modelo— a mi casa. Se mantienen los dos lejos de la puerta de entrada. A lo mejor piensan que se pueden contagiar de algo: mal de Chagas, paludismo, piojos, lo que sea. Los entiendo: vivo en una pocilga. El Cabezón me dice que me invita a su casa para la cena de Nochevieja. Le digo que me lo pensaré, que no estoy muy bien, que estoy tomando antidepresivos, que sinceramente no quiero estar con nadie —voy seleccionando las frases como para que se asuste y se vaya—, que a lo mejor en plena cena de Nochevieja se me da por echarme a llorar sin razón, que no sé que es lo que me pasa, Cabezón, no sé que mierda me pasa, un día estoy bien, al otro día me quiero morir, al otro me siento con ganas de matar a alguien —sigue sin asustarse—. Me da unas palmaditas en la espalda. Me dice que nos vemos en Nochevieja. Él y su novia se suben al Alfa Romeo color azul marino y luego se van.
El lunes no pasa nada.
El martes no pasa nada.
El miércoles tampoco.
El calendario discurre triste y sin entusiasmo. Parece como si lo hiciera por pura obligación. Primero me parece eso. Luego me doy cuenta de que eso es lo que realmente ocurre.
El jueves es veinticuatro de diciembre. Estoy sentado en el suelo cerca de mi cama. Escucho en la radio lo siguiente: «Porque las buenas personas también pasamos por malos momentos». La frase hace su aparición sutil y repentina entre los jingles navideños. Dudo durante unos segundos sobre si lo que acabo de oír viene de la radio o si acaso ha salido de adentro de mi cabeza. El sentido de la frase me llega al corazón. Me emociona. Me siento rescatado del Infierno durante unos segundos. «Soy una buena persona», me digo, «pero estoy pasando por un mal momento, sólo es eso». Supongo que ahora va a ocurrir algo, algo milagroso que acabará como por arte de magia con mi mal momento. Pero no ocurre nada: la frase no es más que el inicio de la publicidad de un plan de préstamos: «bajo interés»; «devolución en doce, veinticuatro y treinta y seis meses«; «pida el dinero que quiera y sin dar explicaciones». En fin, me bajo la bragueta. No me quedan fuerzas para ir a buscar una revista que me motive. Pienso en la madre del Cabezón Bernal, en sus pechos como meloncitos aromáticos, y ya con eso me alcanza y comienzo a masturbarme. Luego de un rato acabo y me limpio con una camiseta.
(por nochebuena)
Por Nochebuena nos toca cenar en la casa de los abuelos. Hay más de veinte personas: tías, tíos, primos, etc. Llego temprano. Evito a la familia todo lo que puedo. Una circunstancia acude en mi rescate: se ha quemado el juego de luces del árbol de Navidad. El azar otra vez se convierte en mi único aliado. Me paso el rato haciendo como que lo arreglo, y de ese modo no se me hace necesario hablar con nadie. El día de Reyes, el seis de enero, dentro de dos semanas, cumpliré veinticinco años. En la calle mis primos y mis tíos tiran petardos. Ya estamos por cenar: desde el patio llega un rico olor a empanadas calientes. Le he pedido a mi mamá que si me da un ataque de pánico durante la cena me dé una piña en la cara, con fuerza, cuestión de desmayarme. Sé que no lo hará. Pero alguien tendrá que hacerlo, eso es evidente. Se me arrima una de mis primas, tiene cinco años, tiene rizos negros, se llama Montserrat. Yo sigo haciendo como que arreglo el juego de luces del árbol de Navidad. Mi prima me pregunta, «Ricardo, ¿es verdad que estás loco y que nunca vas a tener novia?» No tengo dudas, habría que despenalizar el infanticidio, o al menos equipararlo legalmente con cualquier otro tipo de homicidio. No lo digo en broma. Esta niña se ha acercado a mí con la más absoluta intención de hacerme daño. Ha estado oyendo durante los últimos días a su padre y a su madre hablando de mí, lamentándose de tener un sobrino enfermo de la cabeza. Y ahora ha esperado el momento justo. Ha calculado el golpe, como un campeón de box, ha elegido la frase más dolorosa que me podía decir. Todo es así como lo estoy contando. No invento nada. Decido irme. Qué otra cosa puedo hacer. No pienso asistir al asesinato ritual en el que piensan convertir mis parientes a la cena de Nochebuena. Sería incapaz de resistirlo. Acabaría clavándome yo mismo un tenedor en la garganta incluso antes de que sirvieran las primeras ensaladas.
Una hora y media después ya estoy a un kilómetro y medio de la casa de los abuelos, cerca de mi propia casa, en la calle Pellegrini, frente a la Catedral. Son las doce de la noche y la gente brinda dentro de sus casas con sidra o con champán. Me siento ajeno en mi propia ciudad, me siento ajeno en la propia realidad que me contiene, es horrible. Ni siquiera estando muerto me sentiría menos vivo. El cielo está iluminado por las estrellas y las bengalas verdes, rojas y azules. Un verdadero espectáculo technicolor.
Llego a la casa del Gordo Cabrera y golpeo la puerta y no me atiende nadie y vuelvo a golpear y oigo la voz de la madre del Gordo que me dice que pase. La escena es en exceso decadente, pero no me hace sentir nada. El Gordo y su madre están sentados a la mesa comiendo sanguches de mortadela. Tienen un vaso de agua para los dos. No sé como se la habrán arreglado para brindar y desearse paz y prosperidad con un solo vaso. Son las doce y diez. No hay arreglos navideños en todo lo que veo de casa. Miro el techo: sólo hay telarañas. Miro el suelo: sólo hay mugre. Junto a la silla del Gordo, frente a la silla de su madre, hay una tercera silla con un hígado enorme, supongo que de toro, unido al respaldo de madera a través de un clavo. En el centro del hígado está el imaginable tajo transversal del tamaño exacto de una vagina como para que el Gordo Cabrera pueda meter por allí la verga. El Gordo se lleva un dedo en vertical hacia la boca y me hace un gesto como para que no diga nada.
Luego le dice a su madre:
—Es mi amigo, el Ricardo.
Me quedo de pie, cerca de la mesa.
—Hola, Ricardito —me dice la mujer, y acompaña el saludo con una sonrisa que ya no vuelve a quitarse de la cara por un rato.
Hay un banco de madera contra la pared. Me siento. La madre del Gordo le pregunta al Gordo si no me va a presentar a su novia. El Gordo no contesta. Su madre me dice la novia del Gordo que es una chica muy calladita, me dice que es una chica muy buena, que es de muy buena familia. Nombra a un médico muy conocido en San Rafael y me dice que es el padre de la chica. Me doy cuenta de que están hablando del hígado de toro y me doy cuenta que a aquel hígado de toro también le han servido un sánguche de mortadela y siento ganas de vomitar.
—Cómo se llama tu novia —le pregunto al Gordo.
Duda la respuesta. Luego me dice:
—Cati.
—¿Igual que la novia del Cabezón Lombroso?
—Sí.
La cosa queda así. Acerco mi banco hacia la mesa. Le manoteo el sanguche de mortadela a la novia del Gordo y me lo como con un par de mordiscones. La chica no dice nada. No puede. Es un hígado.
—Che, Gordo —digo—, ¿pero ya le has dicho a tu mamá que tu novia es un hígado con un tajo en medio como para que podás meter la verga y hacerte la paja?
Agacha la cara y hace que no con la cabeza.
—¿Y le has contado también que la semana pasada te fuiste a General Villegas para cogerte a una vieja borracha de ochenta años?, ¿y que te pasaste un mes entero haciendo como que trabajabas de camillero en el Sanatorio Santa Bárbara hasta que un día yo mismo descubrí que lo que hacías era pasarte las tardes encerrado en un galpón abandonado jugando con un perro pequinés tuerto de un ojo?
—Nada que ver, Ricardo, no digás cosas que nada que ver.
Parece contrariado. Repite el mismo gesto de hace un rato: se lleva un dedo en vertical hacia la boca y me hace un gesto como para que no diga nada. No sé adónde pretende llegar.
Desengancho el hígado del respaldo de la silla y se lo paso por la cara a la madre del Gordo. Es un hígado fresco. A la vieja le quedan las mejillas humedecidas. Una gota de líquido marrón se acalana entre la línea de arrugas que va desde la boca al fin de la quijada.
—Esa es la novia de su hijo —le digo a la mujer.
La mujer no dice nada. Aguanta el tipo sin mover ni la cabeza ni el gesto.
Luego dice:
—Gordito, gordito…
Tiro a la novia del Gordo debajo de la mesa. La chica cae con la vagina hacia arriba. Ni siquiera tiene la vergüenza de cubrirse.
—Gordito, gordito, ¿tu novia es un hígado? ¿Otra vez estás igual que antes? ¿No cierto que no?
—Sí, mamá…
Se echa a llorar.
Luego dice:
—Estoy manteniendo relaciones sexuales con un hígado. ¿Qué querés que haga, mamá? ¿Qué querés?
—Gordo —le digo, interrumpiendo la charla familiar—, no vamos a esperar hasta el sábado. Ahora mismo nos vamos de putas.
Ya no puede hablar. Sigue con sus sollozos de mierda. Se pone de pie. Vuelve a derrumbarse sobre la silla. Mira el suelo, busca el hígado con los ojos, se nota que siente un cariño especial por él. Parece amor. Prefiero no opinar al respecto.
Debo ponerme firme.
—Qué querés entonces —le pregunto—, ¿seguir pajeándote con ese pedazo de hígado o llenarle el chocho de leche a una puta?
Mira a su madre. No sé qué miedo o respeto puede tenerle. Es una vieja ciega, imbécil y medio paralítica. Vamos, que cualquier persona que esté de acuerdo con los abortos para fetos de menos de tres meses, también tiene que estar de acuerdo con que el Gordo Cabrera tiene todo el derecho de matar a su madre. Las supuestas diferencias entre una cosa y la otra, en todo caso, son meramente coyunturales.
—¿Y con qué plata nos vamos a ir de putas? —me pregunta.
No esperaba que agarrara viaje, sinceramente. Ahora no sé que contestarle. Echo una mirada alrededor.
—¿Qué mierda hay de valor en esta casa? —le pregunto.
Se encoge de hombros. Luego dice:
—Nada.
El televisor es un Philco de catorce pulgadas. Está bastante hecho mierda. Le faltan la mitad de los botones que tenía el día que salió de la fábrica. Podemos sacarle hasta cincuenta pesos. Pero para coger los dos, imagino, necesitamos por lo menos cien.
—Llevemos a tu mamá a la cama —sugiero.
El Gordo no pregunta para qué. Se limita a acatar mis órdenes. Luego se da cuenta de para qué tenemos que poner a su madre en la cama. La mujer se comporta con una dignidad envidiable. Se mantiene callada, e incluso nos ayuda con sus bracitos medio muertos. Parece bastante rehecha tras la decepción vivida al saber que su nuera era un hígado de toro. El Gordo me dice que se va a lavar y a cambiar. No entiendo para qué, en fin. Me quedo sentado mirando el televisor. No está conectado a la televisión por cable. En la ciudad hay un solo canal por aire. No puedo hacer zapping. Además, por ser Navidad, la transmisión acabó a las doce menos cuarto. Llevo veinte minutos mirando la señal de ajuste del Canal 6. No me aburre ni más ni menos que las demás cosas que pasan en la vida. Sale el Gordo del baño. No ha mejorado mucho; sigue pareciendo un cerdo. Le digo que desenchufe el televisor. Lo subimos encima de la silla de ruedas de su madre y salimos por la puerta. Me pregunta que a quién le vamos a vender esas dos cosas. Le digo que no tengo idea. Me pregunta si las putas trabajan en Nochebuena. Le digo que sí. Son las dos menos veinticinco. Parecemos fantasmas, pequeñas criaturas del Averno. La gente sigue tirando petardos y bengalas. Ponen música a volumen alto. Las discotecas acaban de abrir sus puertas. El aire huele a pólvora, a confituras y al agua estancada en las acequias. Cuando salimos del barrio del Gordo, sólo queda el olor a pólvora y a confituras. Nos detiene un patrullero con dos policías en el cruce de las calles Italia y Tropero Sosa. Un cabo primero con cara de dormido nos echa una mirada. Le hace una seña a su compañero. Siguen su camino sin decir nada, no quieren líos: es Navidad. Probablemente van borrachos.

Texto agregado el 22-10-2007, y leído por 390 visitantes. (0 votos)


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