La edad de las palabras
La tarde soleada. El veranillo de los membrillos. Azulada sentado a la sombra de la morera desgrana panochas de maíz. Blao le acompaña al tiempo que desmenuza también una ilusión vieja: dar con la última palabra de la metáfora de su vida, su muerte como escritor anticipada.
El negro recuerda la editora "Alezeya", aquel periódico en el que trabajó antes de ponerse al servicio de Azulada. Lo despidieron por no estar a la altura de las circunstancias, por reducción de plantilla. Y comenta ahora al garraspador de granos lo que entonces le dijo el subdirector de la empresa, un señor de viagra apuntalado hasta la misma diéresis de sus caligrafías frías:
"Las creaciones de un buen reportero son las pulsaciones mismas de la vida. Tus escritos, Blao, -me dijo el plumífero aquel antes de la firma del finiquito- padecen hipertensión aguda. Teclear las palabras es mostrar a la clientela la frescura de la vida de manera que las crónicas sean más creíbles y reales que los hechos que cuentan. Narraciones cuya presión sanguínea sobrepasa los valores de catorce deben ir a la papelera de reciclaje, si no queremos que los lectores se mueran de cardiopatía, de indiferencia coronaria. No quiero que nuestro mundo editorial termine como un gallo de pelea desplumado por la competencia. Tú, mi querido, Blao, te repites más que el ajo, que la salsa del pepino rallado, y hace tiempo que llevas un marcapaso injertado en el espolón de tu cerebro. Lo que escribes es trasnochado, arrugado como los pliegues de tus carnes colganderas. Nadie cae en tus metonimias lánguidas, nadie mira tus notas menopáusicas de blenorrea infectadas. Todos hasta el gorro están de tu lirismo fatuo, de tu oratoria plateresca. Que la palabra debe se tersa, eréctil y llamativa, entonada, provocadora y fértil. Artículos ágiles, ajustados a la realidad tecnointegrada, contemporáneos, globalizadores, ofimáticos y fluidos es lo que hoy nos pide el sistema. Y así como nada substancioso se guisa en un rescoldo apagado, poco puede salir de la pluma alicaída y fofa de un sesentón amargado. Tu palabra está vieja, achacosa, créeme, Blao, y ya no la rejuvenece ni el mismísimo José de Larra que viniera. Por tu bien es mejor que te vayas".
Tras las palabras recordatorias de aquel engominado subdirector de folletines ilustrados traídas aquí por Blao en esta tarde amarilla de membrillos amargos, Azulada no necesitó aclaración alguna, que como el sol alumbra al día, al desmenuzador de panochas se le encendieron las bujías de su mente, que al "intelligenti, pauca".
Y esto es más o menos lo que le dijo a su "negro" con el cariño que su frustración escritora requería en ese momento de lastimera memoria :
"La palabra, Blao, no tiene edad. No sé quien dijo que las palabras son como las personas: nacen, crecen, se desarrollan y mueren. De hecho las palabras cuando la especie humana desaparezca, dejarán de respirar. Pero para mí que la palabra sobrevive a los muertos. Es más, hasta los resucita y los lanza de sus fosas vivos y frescos como los centollos de la ría. Ayer por ejemplo sin ir más lejos alguien me nombró al calandrija. Y a mí me pareció ver aquel vecino de la casa de mi madre, con su gabán y su boina nuevos, su melena blanca, el resuello de su respiración de menta. Años que para mí este buen hombre y sus cosas estaban fuera de órbita. Criando malvas desde antes de la guerra allá estaba donde los cipreses huelen a mortaja. Y a lo que voy, Blao: que las palabras evocan y resucitan la historia. Que su memoria no es retrospectiva, que no tienen los ojos en el cogote las palabras como el resto de los mortales, que su mirada la tienen delante, en la frente: una luz que ilumina todo lo que ellas con sus evocadores tonos pintan. Puede que tu y yo nos estemos haciendo viejos, pero nadie podrá decir que la palabra se morirá de aburrimiento, que su misión es nombrar las cosas, llenar su vacío para que no se mueran. Aún huelo a cebolla cuando oigo aquellos versos de los años treinta: "Una mujer morena / resuelta en lunas / se derrama hilo a hilo/ sobre la cuna."
Blao, basta con que le abramos la puerta a las palabras para que, como dice María Rosa, se pongan ellas solas a "vivir el canto que vuelan". Y ahora, mi amigo, por favor, ayúdame a llevar este capazo de maíz al gallinero, que se me mueren las aves."
Juan Martín Serrano : Azulada
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