Ya no puedo oírlo…
Ese cálido sonido, a veces tan suave y plácido que podría sedarme como un bebé mesmerizado por la dulce nana de su madre... ; y otras veces, tan encendido, tan potente, que podría derribar los cimientos de una gran fortaleza sobre mi cabeza.
Pero aún así, era un sonido tan frágil… tan delicado… que sólo podía pensar en perpetuar su viva melodía, protegerla del más leve daño… porque siendo tan quebradizo no podría resistir la más mínima de las lesiones.
Así que lo metí en un en una caja de cristal. Allí se le oía menos, pero estaba a salvo de un desafortunado accidente que lo rasgase.
Le dejé interpretar un tiempo ahí metido, pero su inusual vitrina, comenzó a llamar la atención. Las miradas se colaban a través del límpido vidrio. Se arremolinaban entorno a él, inquisidoras, clavando sus juicios… unas veces ponzoñosos, inoculándole perversos venenos; otras tan crudos y sinceros, que hacían jirones su débil tejido cuales cuchillos de hielo.
Asustado, corrí al baño y rompí el espejo. Me llevé a mi debilitada canción a solas, a salvo de la dañina curiosidad ajena. Cogí los pequeños fragmentos de espejo, y se los fui pegando uno a uno, con mucho cuidado de no clavarle ninguna esquirla. Cuando hube terminado, ni el más intenso rayo de luz pudo traspasar su reflectante armadura.
Sonreí orgulloso por el trabajo bien hecho, y lo coloqué de nuevo en su vitrina.
Ahora, las inquisitivas miradas se arremolinaban entorno a él, pero no hallaban resquicio por el que colarse. Tan sólo encontraban su propio reflejo, y la dejaban tranquila, satisfechos de creer haber visto lo que querían.
El tiempo pasó, y yo estaba muy contento. Ya no podían dañar mi tonadilla particular.
Complacido, le eché un breve vistazo desde el sillón, una escueta mirada que, tras atravesar el diáfano cristal, se perdió en el mar de reflejos que proyectaba la armadura de espejos. Me levanté y lo examiné inquieto, y su brillante blindaje me devolvió un reflejo en el que no pude reconocerme.
Grité asustado, y el eco de mi alarido fue amordazado por el silencio. ¡POR EL MÁS ABSOLUTO SILENCIO! ¿Dónde estaba mi alegre sonido? Mis oídos ya no lo percibían.
Me eché a llorar desconsolado durante horas… entendía lo que me había ocurrido… y también sabía lo que debía hacer.
Y aquí me hallo, con los ojos empañados por lágrimas, esgrimiendo un pesado martillo.
Tengo que romper su caparazón protector y dejarlo expuesto, desnudo ante el mundo.
Al fin he entendido que su maravillosa melodía ha de ser dirigida por lo ajeno. A veces por el júbilo… y casi siempre, por el sufrimiento.
Qué frágil es mi sedosa canción…
Tañe tan aterrada de dañarse
que, a cada sístole, a cada diástole,
tantea en la desesperación.
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