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FINIS TERRAE


“Miro mi cara en el espejo para saber quién soy,
para saber cómo me portaré dentro de unas
horas, cuando me enfrente con el fin.
Mi carne puede tener miedo; yo, no.”

“Deutsches Réquiem”, José Luis Borges.







Mi nombre es Karl Friederick, pero adopté el latino de Alexius Seppetus. Nací en Könningratz el año 1670 y mi familia pertenece a linaje noble desde la entronización de Carlos IV en Praga. Otto Von der Heyde, mi abuelo, fue abatido en la Guerra de los Treinta Años en una carga de caballería en las cercanías de Olmütz. Lo heroico del episodio esconde el espejismo de un trágico final. Mi padre perteneció a la Corte de Bohemia. Fue embajador ante los reyes hispanos y siempre afirmó que nuestros antepasados defendieron la fe contra los sarracenos. En cuanto a mí, abracé la vida monástica buscando la verdad. Estudié a los padres de la Iglesia y bajo la sombra de la escolástica critiqué a los clásicos. Asistí a las disputas doctórales en la Universidad Jaggelonian. En Cracovia avizoré los insondables caminos de la fe y vagué a orillas del Vístula, inmerso en cuestiones teológicas. Las preguntas dieron paso a la obsesión. Leí en cubículos apartados libros prohibidos y en Praga deambulé por estrechas callejuelas discutiendo con hermanos más avezados en el arte de dirimir cuestiones de fe. Mi temor esencial se convirtió en certeza. Soy un penitente y lo sé. El recuerdo de quien soy en medio de la brisa primaveral no puede arrancar la pena capital que pesa sobre mí.

El largo viaje bordeando el Estrecho de Magallanes es una alegoría del Infierno. El tormento del barco y las pestilencias de la estrechez fustigaron mis creencias la mayor parte del viaje. Vi caer animales y gentes por la borda. Vi a muchos morir por el mal de marea. Asistí a enfermos en el lecho de muerte en tormentas interminables. El desembarco en la bahía de Quintero fue el fin de una tragedia. Agotado en la hacienda de mis hermanos, las piernas se rehusaban a mantenerme erguido.

Se me acusa de corromper mentes. Se me acusa de apostasía y la paradoja de la existencia impide ver la cara de mis cancerberos. Las nuevas tierras de su majestad distorsiona la mente de los súbditos que llegan a convertirse en bestias absurdas. No pretendo defenderme de cargos imposibles a los ojos del altísimo, no pretendo esgrimir falsos argumentos contra las desviaciones fabricadas a partir de interpretaciones espúmeas y endilgar en la exterioridad el fin de mi existencia, que hoy carece de valor. El juicio fue corto y la defensa inútil. A la culpabilidad de la sentencia opuse oración profunda. Las ideas que se infieren a partir de mis disertaciones en algunas reuniones se sumergen en la ignorancia de quienes las profieren. Profusamente se ha discutido sobre las fuerzas ocultas que determinan la ley natural y no guardo pecado en este punto. Mal se entiende nuestra labor en estas latitudes, difamada por boca de criaturas inocentes y funcionarios mal intencionados. Mi destino parece torcido por la oscuridad.

Los indios han sido bendecidos y adoctrinados y las autoridades del Imperio no deben guardar reparo. Nuestros hermanos han sido victoriosos en la fe. Las criaturas que habitan la accidentada geografía del Reino de Chile caminan por la senda correcta, y a pesar del trance que sufro, guardo amor por ellos. La inmensidad de estas tierras permite divagar con libertad en torno a imposibles. Las cosas parecen regresar a la antípoda del pensamiento y lo irreal de ciertos paradigmas, destruye su efecto. La lejanía de los hombres, en medio de valles secos y pedregosos, fustigan al creyente convencido y lo paupérrimo de la materialidad agobia con frenesí a los que intentan penetrar en la profundidad. Asumo con vergüenza que la redención en la descripción de mis penurias no tiene sentido. Sólo deambulo por mi mente con el recuento de una frágil existencia en estas tierras. No tengo temor a enfrentarme a la muerte, aunque llegue de súbito. La venalidad de mis captores y la sagacidad de los indígenas que susurran a ratos un dialecto conocido tal vez precipiten la resolución.

Estoy a pocas leguas de la Bahía de Quintil, hoy llamada por los españoles Valparaíso. Arribé hace cinco años desde Bohemia, tras una larga travesía por Magallanes a estas Finis Terrae. El Reino de Chile será mi última morada y no acabo de imaginar la manumisión de todo el que muere en circunstancias similares. La justificación tiene algo de impenitente en medio de esta inmensidad, pero ya es tarde. Hay un tiempo finito cruzado por fuerzas ignotas. Es el final.




REGISTRO DE PROPIEDAD INTELECTUAL
INSCRIPCIÓN N° 159.210
SANTIAGO - CHILE.





Texto agregado el 22-10-2007, y leído por 121 visitantes. (0 votos)


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