La conocí un día de Febrero, la playa fue el lugar perfecto para enamorarnos elegido por aquel angelito rubio y diminuto cargado de flechas rojas y de un arco plateado, ese carajo que no respeta clases sociales, edad, razas, costumbres, ni le importa si tienes ya camino recorrido en otra relación que el mismo te había hecho comenzar. Justo cuando la flecha atravesó mi pecho me di cuenta de: que bonita, que inteligente y que agradable era ella, porque lo tenia todo, era como la fruta perfecta que es hermosa en cascara y semilla, belleza interna y externa, bonita e inteligente. Ella tenia todo eso pero combinado con un grado de inocencia como el de una niña de 8 años, esa inocencia que me enternecía provocando en su rostro una caricia de mi mano. A veces el zumbido de un zancudo se apoderaba de su pensamiento y ella gustaba de imitar ese sonido con sus labios, esos labios pequeños pero bien estilizados, que otras veces preferían hablar de temas tan complejos como la política o la teología, con esa efusión con la que Doris Lessing habla del feminismo o Kierkegaard del existencialismo pero sin perder la chispa con la que imitaba al zumbido del zancudo. Con que gusto yo fingía escucharla, cuando en verdad solo atendía a ese olor a protector solar que cubría la capa más externa de su piel y a la danza erótica de sus labios, que disparaban una sosa pirotécnica de palabras que me hipnotizaban para convertirla en el centro de mi universo. Ni que decir de su físico; una silueta de esas que te hacen voltear con tanta fuerza que uno corre el riesgo a contracturarse el cuello o desnucarse, esos contornos de sus piernas que calientan la pupila cuando entran a grabarse en la retina y uno se talla los ojos como no creyendo lo que ve o estira las manos como queriendo tocar lo que ha visto. Si me lo hubiese pedido yo le habría levantado un templo o un castillo aunque fuese de arena o le hubiese partido el mar en dos al mas puro estilo de Moisés para que caminara hasta esa isla que se veía a lo lejos, le habría hecho un culto, una religión a su belleza, pero no fue necesario, nunca me pidió semejantes cosas. Una caminata nocturna por la playa fue suficiente para que ella se entregara a mi, me tomo de la mano y la puso en su pecho para que yo comprobara la emoción que ella sentía siendo evidenciada por los latidos de su corazón, acaricie su frente con mis labios, aspire el olor de su cabello con un toque salado por la brisa del mar, con una mano la tome de la cintura y con la otra quería bajarle una estrella del firmamento, pero ella no quería estrellas ni galaxias enteras, lo único que quería era una Luna de miel bastante adelantada. No entrare en detalles, solo diré que esa noche conocí el cielo.
Que bonita era, y que inteligente y que agradable, siempre fue clara, diáfana, y directa, sin pliegues ni rodeos, era la pura sencillez, manejaba tan bien esa simplicidad que era capaz de robarle los sentidos a cualquiera: a mi me robo la vista, el tacto, el sentido de la orientación, el gusto, la critica y el olfato, y me habría robado el sentido del tiempo y hasta el de la vida, sino se hubiera ido volando como globito aerostático, en busca de otro sueño o flechada nuevamente por ese mendigo angelito.
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