Parte II y Final
La mujer del alcalde Rubén, enarcó sus cejas cuando leyó en primera plana la impactante noticia. Su esposo la había estado engañando durante más de veinte años y ninguna sombra de sospecha se cruzó jamás por su mente. Tenía la alternativa de abandonarlo de inmediato y pedir la demanda de divorcio. Ello, empero, entorpecía sus planes. En primer lugar, ya no sería la esposa del importante personaje y en segundo lugar, estando casada, mantenía a raya a su juvenil amante, Pietrino, con quien hacía el amor no bien el esposo estaba en alguna importante reunión. Por lo tanto y “para no distraer el buen cometido de su noble esposo” hizo caso omiso a la habladuría y todo quedó igual. Muy pronto, el asunto quedó en el olvido.
El día en que Mario, el acólito supo que su mujer había sido la meretriz oficial de Uncia, sintió que el mundo se le venía abajo. Entonces, desesperado, recurrió a su paño de lágrimas: su madre Agripina. Esta, con lágrimas en los ojos, lo consoló y le hizo una confesión que lo hizo el doble de desdichado. Ella también había sido una meretriz y toda la fortuna ganada en estas lides la había dilapidado, pagándoles a los chantajistas y sobornadores que la amenazaban a menudo con contarle a su hijo su injuriosa historia. Mario no soportó tanta desdicha y se marchó a la India en donde prefirió rendirles culto a las vacas que prosternarse ante una existencia tan aciaga.
Lo mejor queda para el final. Mariana acudió donde el cura Román para que la confesara. En realidad, la chica era una detective encubierta que seguía de cerca los pasos del falso sacerdote. Éste, dentro del confesionario, sonreía para sus adentros. Seguramente, esa bella chica tendría muchas historias que contar. Y escuchó con mórbido gesto las mentiras que le decía Mariana. Cuando todo terminó, el impostor le dio por penitencia un rosario completo de oraciones y una vez que la muchacha se retiró, el malvado corrió presuroso a su teléfono y comenzó a narrar con pelos y señales lo que la chica le había confesado. Antes que terminara la comunicación, el tipo sintió que algo le aprisionaba su muñeca. Era Mariana, que lo había esposado y ahora le miraba con un gesto de repulsión en sus labios. Demás está decir que la conversación telefónica había sido íntegramente grabada y sería un valioso elemento de prueba contra el falso cura.
Cuando la policía acudió a liberar al verdadero sacerdote, éste se encontraba sentado en la mesa de juego y apostaba una gruesa suma de dinero. Sentada en sus piernas estaba Dorila, una rubia despampanante que también ejercía la prostitución, pero con el consentimiento expreso de Ramón. Ocioso es decir que el cura fue excomulgado y también fue a parar a la cárcel. Allí se convirtió en un matón de mucho prestigio y por esas casualidades que muchas veces se dan en los cuentos y pocas veces en la vida real, se encontró cara a cara con su malvado hermano, al que le dio una azotaina de padre y señor mío. Mario, el acólito, regresó de la India, hastiado del olor a vaca y prefirió enfrentar su dura existencia. Ya sin su ocupación en la iglesia, malograda por él mismo, al poner sobre aviso a la policía de las malas prácticas de Román, se dedicó a administrar los suculentos ingresos de su mujer. Al fin de cuentas, mantener un lujoso departamento exigía mucho orden y disciplina…
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