¡Parece un ángel!- dijo la señora María-
sollozando frente al féretro.
Cada vez que salía de compras se encontraba con la niña que regresaba de la escuela, siempre le regalaba una sonrisa. No podía comprender como un ser tan pequeño e inocente había tenido la voluntad de quitarse la vida. ¿ Que penas tan grandes pueden afligir a una niña de doce años para tener ese desenlace?
Padres ausentes, intimidación de sus pares; razones podrían ser muchas y lo mas triste es que nadie se dio cuenta, de lo que la pequeña sentía en su corazón.
No hubo ningún adulto que la protegiera y cuidara.
Miraba detenidamente la belleza que irradiaba la niña mientras dormía, e intentaba no enjuiciar a nadie ni buscar culpables, pero no podía, luchaba en su interior con sentimientos de rabia, culpa e incomprensión absoluta, que remecía hasta su propia existencia.
Casi abstraída, observa su entorno; miradas compartidas entre los presentes, el rostro de la madre sumida en un silencio casi demencial y su abuela, que la crío sin opción pero con devoción, sentada en una esquina de la habitación, no dejaba de acariciar la cuerda que la pequeña utilizo, como una manera de sentirla cerca o de intentar comprender lo más irracional que había vivido en su larga vida.
A ratos aprisionaba sus manos con la soga, como una sanción autoimpuesta.
Frases repetidas llenan los espacios vacíos de la habitación y se pierde en los dibujos del muro una melancolía inexplicable que inunda a la señora María de una pena absoluta, las lágrimas no dejan de caer por su rostro.
Paralizada solo recuerda cuando la pequeña llego a la casa de su abuela, su vecina y amiga de toda la vida, cuantas veces no compartieron los logros de la niña y la fiebre a media noche.
El lugar estaba lleno de adolescentes desconsoladas sentadas en la vereda de la calle. Vecinos afligidos y otros que morbosamente preguntaban detalles del hecho, se subían a los buses que el municipio disponía para acudir a la despedida.
La señora María se acerco a su amiga, sosteniéndola suavemente, la separo del cajón que abrazaba llena de dolor.
Juntas observaron su rostro,
su sonrisa e inocencia por última vez.
La luz que irradiaba las acompañaría por siempre, después de todo era un ángel que regresaba a su hogar, su visita en este mundo había sido corta.
Casi espontáneamente iniciaron un canto que todo el mundo acompaño, inundando el espacio de recuerdos colectivos, que poseen todos, quienes alguna vez, hayan acurrucado a un niño.
Duérmete mi niña, duérmete mi sol, duérmete pedazo de mi corazón…Fue el único sonido que envolvió el ambiente y guió el camino de aquel ángel hacia su nuevo hogar.
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