Prendo la tele. Otro interesantísimo programa de mierda. Cuando estoy listo para castigar con mi esquizofrénico CH. UP, comienza una nota en blanco y negro.
Un hombre sentado. “…compañeros y compatriotas…”.
Los cuernos de algún bicho con cuernos, pegados a un cuadro. “…jamás podremos vivir así…”.
Una mesa y un estratégico mantel con agujeros. “…lo lograremos siempre con una revolución.”.
Cambio de escena. Algo retiene y angustia mi mente.
El mismo hombre, caminando. “…el camino del progreso…”.
Camina junto a una delgada verja junto a una amplia fosa. Se detuvo. “… el poder en manos usurpadoras…”.
Detrás de él, un circular cartel. “…hermanos, estaremos luchando…”.
Me estorba, no alcanzo a leer; G…Cruz…Un L…ir.
Cambio de escena.
El mismo hombre y un par más. “…lograremos juntos…”.
Detrás de ellos se alza un edificio de muros sin revestir, con pilares anchos y oscuros. Una escena final. Unas palabras en la pantalla: “Gracias Carlos, gracias por todo. Te encontraremos.”.
El locutor dice algo sobre una organización de Derechos Humanos y un estridente sonido me saca de mi estúpido trance.
El timbre de la puerta, mi hermano me pasa a buscar para ir a la facultad. Y yo que he prendido la tele para…ver la temperatura…, creo.
Fuimos volando y cursé volando. Al salir, conversaba y nos sentamos en las escalinatas. Mi compañera de charla comentó: “Está buena esta facu…. Para mí es la más bonita de todas…” Ese fue el comienzo. Miré hacia atrás con desgano, sin esperar sorprenderme. Las paredes, en un ladrillo visto, entrecortadas por múltiples puertas de vidrio y aluminio, se arrogaban una solidez griega y confesaban, a la vez, la inutilidad ornamental de las gruesas columnas negras.
Estremecido me oí gritar, “Es aquí”. Un impulso eléctrico me dobló las piernas. Miré y miré. Retrocedí. Y es casi como si lo viera a él y a esos dos que lo acompañaban –“…Juntos.”-.
Me despedí nervioso, como sintiendo que ese hombre podía salir de atrás de una piedra. Caminé un buen trecho en dirección a mi casa. Las cavilaciones mundanas zondearon mi angustia de la tarde. Y en unos segundos me vi preguntándome por qué tenía la boca seca y las manos temblorosas. Me senté en un banco de plaza, aunque no era una plaza, sino un “paseo” junto al zanjón Frías. Toda la baranda metálica, pintada de verde, se coronaba con un cartel circular… “Godoy Cruz… Un Lugar… para… Vivir…”. Una vez más; creí desmayarme de la impresión. Se me aflojaron las piernas. Miraba para todos lados, como si fuera una broma del peor gusto. Respiré, respiré profundo. Me adueñé de mí. Saqué y me acerqué al cartel, con temor de encontrar algo brutal. No fue más que un graffiti ponderando las “virtudes” de una tal Mariana. Mezcla de alivio y desconcierto, sin animarme a sentarme todavía, miré en derredor. Otra vez, como si pudiera verlo caminando hacia mí, algo me decía, sin vacilar, como si supiera de antemano que yo comprendería: -“…estaremos…”-.
Algo cambió en mí. Paré un taxi. Mientras me dirigía a mi casa, pensé en mi misión. Él me había buscado, debía ayudarlo y para ello debía concentra… “Son diez con setenta, si tiene la monedita mejor, sabe…”, “Diez pesos, pero si no fueron unas cuadras, …que robo, viejo…”. Pagué y el chofer se quedó recitando el teorema del No-Se-Puede-Vivir-Así, una verdadera filosofía urbana. Cavilando metí la llave, cavilando abrí la puerta, cavilando prendí las luces y dejé de cavilar. Las llaves tronaron contra el piso de madera, anunciando el golpe sordo del bolso. Sobre la mesa estaba la comida servida, sobre la comida estaba mi tía Ana, Sobre la Tía Ana se alzaba una anciana e inútil chimenea y sobre la chimenea se erigía un trofeo de caza de casi un siglo conmemorando la victoria del cazador sobre un Alce astado. Me desplomé.
Un segundo, o talvez un minuto o talvez horas después, me despertó un chirriar de puerta y mis dos hermanos con té y galletas. Les conté. Les conté de él, que me perseguía, que me buscaba. No sé si para lastimarme o para que le ayude. El silencio de ellos era absoluto y peor aún, se miraban y callaban. Ante sus quejidos y mugidos, me levanté y fui a buscar alguna pista en adorno de improbable buen gusto. Pero no llegué, mis piernas no salían de su espanto. Tuve que sostenerme de la mesa. Mi abuela apareció en la puerta. La inquirí con los ojos: ¡Ayudame, decime que hago! Sólo bajó la mirada, todavía no sé si fue hacia el piso o hacia la mesa. Y lo comprendí. En la mesa de mi padre, esa que él me regaló antes de marchar hacia esa guerra que nunca entendí bien, estaba su mantel. Levanté mi mano, para descubrir un agujero, y luego otro y otro más. La última pieza del rompecabezas. –“Siempre…”-.
Qué hubiera sido de mí, si nunca hubiese querido saber si afuera hacía frío o calor. Qué hubiese sido de mí, si nunca hubiera querido saber que pasaba afuera.
Dedicado a uno en particular, a treinta mil en general y a cuarenta millones en realidad.
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