Penumbra
Cuando abrió los ojos, estos le negaron cualquier visión. Todo estaba lóbrego e inundado en penumbra. Giró sobre sus talones aterrorizado y buscando alguna luz; intentó llevar las manos a sus ojos, pero poco tardó en darse cuenta que no las sentía y que no sabia si las había dirigido a su rostro.
- Saludos, Didier- dijo una voz gruesa emitida por detrás suyo. Volteó de súbito y buscó al interlocutor, sin éxito.
- ¿Qué busca?- insistió la voz, pero Didier no pudo distinguirle, sabía que era la misma pero ahora la escuchaba femenina, ¿o acaso era de un hombre con un tono agudo?
- ¿Quién eres?- exclamó Didier- ¿Dónde estas?
- Yo soy quien usted quiera que sea y estoy donde usted quiera que éste. ¿Y usted?
- Yo… -respondió el, inseguro- ¿Qué quiere decir todo eso?
- Está muy claro.
La misteriosa voz era la misma, pero no podía saber si se trataba de un hombre o una mujer. La reconocía, mas no la distinguía.
- No lo entiendo, ¿eres quien yo quiero que…
- Sí, Didier; vamos, elija un lugar y una forma.
Por alguna de esas azarosas razones o por alguna de aquellas absurdas terquedades, Didier dibujo en su mente la vieja estancia de la cabaña Duffel.
- Bien, así– dijo la voz.
De repente, se encontró de pie frente a una chimenea de ladrillos empotrada en una pared de caoba. Sorprendido, giró sobre sí velozmente y observó en un viejo sillón a un hombre anciano, vestido con un arrugado pantalón gris, guayabera blanca y el saco café sobrepuesto. Sus escasos cabellos canosos y su negra y arrugada frente causaron en Didier un estrépito que no pudo disimular.
- ¿Eres tu?, ¿Cómo puede ser…?- Dijo él, nervioso y sin concluir su dialogo.
- ¿Qué dice usted Didier?
Él pareció entender a que se refería. Reconocía a quien tenía frente el, su figura era idéntica, su postura emulaba las tardes en que descansaba del trabajo… pero no era él.
- ¿Quién eres?, ¿Cuál es tu nombre?
- ¡Oh!, un nombre. No tengo, no me ha asignado alguno. ¿Cuál le gusta?- la figura del anciano arqueo las cejas con impaciencia. Didier pensó para sí y a los pocos segundos, la voz continuó
- ¿Bruno, eh?
- ¿Cómo lo adivinaste?
- ¿En verdad no ha entendido nada?
- Me temo que no, Bruno.
- No se complique Didier, pasemos a otra cosa.
Bruno se puso en pie y caminó hacía su izquierda con las manos entrelazadas en la espalda. Se detuvó a los pocos metros y le observo, sonriendo.
- Imagine algo, Didier.
- ¿Algo?
- Sí, vamos.
Didier agachó su cabeza y reflexionó por un momento. Al instante, se encontró en un vasto pastizal y contempló al sol en su crepúsculo. Asombrado, distinguió frente a sí un árbol de tallo torcido y en su sombra, una femenina figura. Era una dama de cobrizos cabellos y pequeños ojos; sus rojos y carnosos labios brillaban en armoniosa sintonía con su vestido rosa plagado de brillos.
- ¡Oh! –Insinuó Bruno, situado a la derecha de Didier- La Bella Marie-Anne.
Didier asintió sin sorprenderse y sin alejar la vista de la mujer. Dio un tímido paso al frente con una sonrisa dibujada en su aún perplejo rostro.
- Venga Amigo, acérquese usted –le sugirió Bruno
- ¿Cómo dices?
- Sí, vaya allí y háblale.
Él borro su sonrisa y dio un paso atrás.
- Vamos, ¿no hará nada? Vaya y conquístela Didier.
- No puedo Bruno. Me ignorara.
- ¿Cómo?
- Tú no sabes, ella me ignora siempre; incluso sé que me odia.
- No lo creo señor, no aquí. Vaya y hablé con esa doncella.
- ¡No! –exclamó Didier dando dos pasos hacia atrás y tropezándose. Su humanidad cayó de golpe en el pasto y, al levantarse, todo estaba en penumbra y Bruno situado ante él.
- Es usted un estúpido –le dijo- Ni siquiera aquí puede hablarle, es un verdadero inútil.
Él no respondió y limpió una lágrima de su rostro con ambas manos.
- Bruno –dijo, alzando su rostro y alegrándose de súbito-, sentí mi rostro, sentí lágrimas.
- Claro, pero, ¿esta seguro que era su mano y eran sus ojos?
Extrañado, Didier agachó su cabeza e intentó acercar su mano al rostro, pero sus patas traseras vacilaron y a punto estuvo de caer nuevamente. ¿Patas?, pensó, aterrado.
- Se ve bien, Didier –le dijo Bruno burlonamente.
- Cállate; en verdad sentí mi mano, es decir, mi mano humana.
- Le creo señor, pero ahora tiene usted 4 pezuñas.
- Cierto –respondió él sonriendo y avanzando con trabajos- Pero no me gusta nada.
- Bueno, elija otra forma entonces.
Didier cerro los ojos un segundo y al abrirlos vio frente a sí un espejo y en el, su reflejo. Tenía pocos cabellos rubios, ojos azules, nariz ancha y barbilla cuadrada. Toco con sus manos sus glúteos y moldeo su cuerpo hasta sus pectorales.
- Vaya, me veo bien, ¿ó no Bruno?
- Por supuesto, es usted rubio y de barba cuadrada; nadie pensaría que Didier fuese Negro, de rapados cabellos y cráneo ovalado.
Tras reír ambos, Didier giró a su izquierda y moldeo nuevamente su cuerpo.
- Además mírese, viste un traje sastre. No están esos viejos pantalones rotos y esa horrible camiseta verde. Es usted todo elegancia.
- Tienes razón –respondió, sonriendo-, así debería vestir siempre.
- Indudablemente, señor –avanzó hacia él y continuo- ¿Qué desea que hagamos ahora?
Didier calló por un momento. Pensó en un sinfín de cosas que quería hacer, pero meditó también en que aquello no debía ser real y debía terminarlo.
- Nada. He tenido demasiado, acaba con esto.
- ¿Cómo dice?
- Sí, deseo despertar ya.
- ¿Despertar, señor?
- Sí, termina este sueño Bruno.
- No le entiendo, ¿desea dormir ahora, se trata de eso Didier?
- No, bueno… -calló su respuesta y recapacitó, pensando que podría terminarse- Creo que si, deseo dormir un poco.
- Bien, que así sea entonces.
Él asintió y pronto se encontró sentado en una elegante cama con blancas vestiduras. Sin pensárselo más, se recostó sobre ella.
- Buenas noches Bruno.
- Buenas noches Didier.
- Adiós, creo que no os veré nunca más.
- Quizá sea así, Didier. Fue un gusto conocerle.
- Todo mío, adiós.
- Hasta pronto señor.
Cerro sus ojos y busco conciliar el sueño, sin éxito. Le fue imposible concentrar su mente y al abrir sus ojos, encontró su cama flotando por distintos paisajes. Ora estaba en los Campos Eliseos, ora en Mónaco, ora en la Luna o algo que parecía la Luna.
Bruno estaba frente a él y le acompañaba, sin moverse, cual estampa sobre cada paisaje. Finalmente, Bruno sonrió y entrelazo ambos brazos a la altura del pecho.
Didier cerró nuevamente sus ojos y trato de despejar su mente. Alejo de sí todos esos lugares y tras varios minutos, empezó a dormirse. Su conciencia se apodero de él y quedó plenamente dormido.
Cuando abrió los ojos, estos le negaron cualquier visión. Todo estaba lóbrego e inundado en penumbra. Entonces, Didier Duffel empezó a imaginar… |