Don Rubén, el marido ejemplar, fue a confesarse donde el cura Román, quien, no hacía mucho, había vendido los secretos de confesión más sabrosos a una publicación sensacionalista. Rubén quería sacarse de su alma, el peso indecoroso de una relación extramarital, de la cual nacieron tres hijos. El cura escuchó con atención el relato escabroso de Rubén, mientras, en la semipenumbra del confesionario, se sobaba las manos. Calculaba el buen dividendo que obtendría por la venta de estos secretillos, ya que Rubén era el Alcalde de la ciudad y un bastión en el cual se cobijaban la moral y las buenas costumbres de Uncia.
Cuando don Rubén se retiró de la iglesia, Alfonso, el acólito, desconectó el micrófono que había instalado estratégicamente dentro del confesionario. Por ese simple expediente, el hombre se había enterado de los secretillos ocultos de toda la ciudad y haciendo gala de la mayor desvergüenza, lucraba con esas grabaciones, enviándole cartas anónimas a los más comprometidos. Lo que ignoraba Alfonso, era que Susana, su novia, había descubierto el lugar en donde ocultaba las grabaciones y ahora también lo chantajeaba a él. Este cazador cazado, tuvo que remunerar a la osada mujer con unas vacaciones a Honolulu y jurarle además que jamás indagaría sobre su pasado. Algo muy conveniente para la mujer, ya que fue una meretriz que había alternado con casi todos los hombres del pueblo. Lo extraño del caso era que parecía existir un soterrado pacto de silencio, ya que no se explica de otro modo que nunca se enterara de las andanzas de su novia.
Cuando aquella carta anónima llegó a la sacristía, la faz del cura Román se desmadejó y una sobrenatural palidez bañó sus facciones. Alguien se había enterado de sus aberrantes prácticas y ahora amenazaba con denunciarlo. A cambio de su reserva, solicitaba toda la recaudación del mes, una millonada que recibía la iglesia y que iba a parar a los bolsillos del señor cura, quien, para ser franco, nunca lo había sido, sino que era un truhán que había suplantado a su hermano Ramón, de gran parecido físico con él, sin ser siquiera gemelos o mellizos. El verdadero cura permanecía cautivo en los arrabales de la ciudad, en un antro en que se practicaban todas las malas artes. Allí, su santa mirada se paseaba por las formas libidinosas de aquellas mujeres que cobraban por su cuerpo y por las mesas en que se jugaban grandes sumas de dinero. El cura se persignaba y ponía su alma en prebenda para salvar a toda esa cáfila de individuos deshonestos...
(Esto finaliza mañana)
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