LA ESQUINA DONDE LA BESARON
En esa esquina había dado su primer beso. ¡Hacía ya tanto tiempo! Entonces era bonita y siempre olía bien. Aquella mañana se le había ocurrido que acercarse al barrio donde vivió su infancia le ayudaría a controlar sus sentimientos más agrios. Estaba segura de que así templaría aquellas ganas irresistibles que tenía de quitarse la vida, desde que su marido había dado con los huesos en la cárcel a saber por qué delito. Primero, perder a su hijo por culpa de las drogas, después acostumbrarse a aquel salvaje alcohólico y maltratador en que se había convertido su compañero. Y ahora, aceptar la soledad más rotunda: le habían robado hasta la capacidad de imaginar que las cosas volvieran a ser como antes.
Se sentía gorda y horrorosa, vestida con aquella bata de flores. Cualquier otra prenda le producía roces, en su antigua ropa se ahogaba y la desesperaba no conseguir meterse en sus viejos pantalones. Llevaba semanas sin ducharse, porque no soportaba verse ni tocarse. Prefería ignorar su cuerpo igual que ignoraba su casa, comida por la suciedad y el desorden. Su hermosa cabellera estaba ahora reducida a unos pocos mechones aglutinados por la grasa; sus piernas estaban desechas en celulitis y varices; sus pies hinchados, con la piel reseca, no cabían en aquellas zapatillas desgastadas.
La gente la observaba al pasar. Lo estaban haciendo desde que había salido de su casa aquella mañana, por primera vez en tanto tiempo, en busca de algo que lograra rescatarla. De jovencita la miraban también, pero entonces era por sus tersos pechos, sus largas piernas, su ombligo perfecto, su penetrante mirada, siempre rematada por el perfilador. Ahora, lo único penetrante en ella, era su olor. Los demás veían al mirarla un ser repugnante, una loca, una enferma, algo tan alejado de su concepto de dignidad que no podía pertenecer a su misma especie. Para la gente era como una vomitona en medio de la calle, como un perro sarnoso abandonado.
Ella sólo buscaba algo hermoso que le perteneciera, pero aquel beso no conseguía desprenderse del hedor que la envolvía. Pegó su espalda a aquella esquina, rompió a llorar y queriendo sentarse en el suelo, perdió el equilibrio y quedó tumbada boca arriba, mirando el cielo que le pareció hermoso y limpio. No se podía mover. Ni quería. No pensaba hacer absolutamente nada más.
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