Esa mañana, el Demonio se sentía extremadamente aburrido. Todo el mundo se estaba comportando tan mal, que parecía no haber nadie a quien tentar.
Se acercó a su ventana desde donde miraba a la humanidad para planear sus perfidias, pero no logró ver otra cosa que odio, muerte, envidia y ambición. ¿Es que ya todos actuaban mal por instinto? ¿Nunca más podría volver a descarriar a nadie?
El Demonio se frotó las manos y resopló de frío. Hacía tanto que no se ejercitaba.
Fue entonces cuando una sonrisa retorció sus labios amoratados. A lo lejos, podía distinguir una hermosa niña de cabellos castaños, dormida en la más absoluta calma. Aún tenía la pureza plasmada en el rostro.
Al instante comenzó sus cálculos. Tomaría la forma de algún animal para entrar en la casa, se acercaría a la cama de la niña, le susurraría unas cuantas palabras al oído y se retiraría a su ventana para observar los acontecimientos.
El Demonio se transformó en un mosquito, pero todas las ventanas estaban cerradas, así que hubo de cambiarse a una cucaracha, pues bien cabía por debajo de la puerta.
Pasó entre las piernas de la señora, que no se dio cuenta; junto al perro, que le olfateó, primero interesado, y luego le olvidó indiferente, hasta llegar a la habitación de la niña.
Como buena cucaracha, avanzó siempre junto a la pared, deteniéndose frente a la cama. Estaba saboreando su futura victoria, regodeándose del resultado, cuando la niña terminó su siesta, abrió los ojitos, bajó de la cama, y pisó al bicho que estaba a sus pies.
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