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Como hacer una tarea. No será tan difícil, sino como hacer una tarea. Basta con abrir el programa y digitar lo primero que se te viene a la cabeza, basta con dejar constancia de eso y un peso menos en la vida. ¿Nada más fácil no? Fácil, hasta el primer punto. El primer punto marca la diferencia, luego del punto, acabado el entusiasmo inicial, comienzas a pensar en lo relevante, en el contenido, no basta la intención, no es suficiente, queda feo.

El punto aparte intenta solucionar las cosas, llamar a la calma, buscar cierta serenidad. Con el primer punto debiera haber un contenido inicial ya más o menos cerrado, una direccional clara. Como segundo párrafo todo debiera ser más relajado, sólo seguir la corriente, un salmón que se deja arrastrar río abajo. Un salmón rojo que acaba de desovar y vuelve una vez más al mar. Eso, con tranquilidad, un regreso meditado al mar, extenso, en donde poder alimentarse los próximos meses, alejarse de la turba, de los osos, de los cadáveres de peces que ya comienzan a apestar.

Comienzan, también, los primeros obstáculos: pensar en otras cosas, revisar enfermizamente la bandeja de entrada (no hay nada, desde ayer que no hay nada), abrir y cerrar ventanas, los primeros vacíos mentales, que como lagunitas blancas comienzan a sembrar silencio y un poco de balbuceo incoherente. El miedo al relleno empieza a fortalecerse, y de su mano, y en su real sentido, el miedo a la superchería, al chamulleo, la glosolalia. Al manoteo en el aire, que avergüenza.

Ya por el cuarto párrafo, cuando el bote comienza a hacer aguas, cuando la esperanza en que un tema solo ha llegado y clarificado toda duda; solo, como por arte de magia, motivado por sí mismo; cuando esa esperanza se vuelve ridícula necesitas hacer otra cosa para sublimar la ansiedad, como asomarte por la ventana e intentar absorber el aroma del polen de septiembre, la dulzura del aire en la noche y alguna brisa nocturna. Asomar algo la cabeza y descubrir una figura a media cuadra, con chaqueta blanca, apoyada en uno de esos recipientes de la basura. Ver a la persona y atribuirle a ella todo lo que no logras otorgarle a lo que dices: depositar en ella la ilusión de un objetivo, por absurdo que este sea.

Luego has de tirarte sobre la cama deshecha, quedarte en blanco mirando el desesperante titilar del puntero siempre dispuesto, solícito a la siguiente letra, espacio, punto o coma. Pensar en la persona y de la nada, gratuitamente, creer que engloba dentro de sí todos los misterios de la tierra, que en su estar de pie, al lado del recipiente de la basura, en medio de la noche, en medio de la cuadra, es un estado de su completa y extraordinaria forma de ser, intensa y diferente, distinta, salmón hacia arriba, salmón asesino de osos.

Pero no es verdad. En el párrafo que sigue tienes que hablar otra vez de ella, debes mirar otra vez por la ventana y descubrir que está hablando por celular. No era nada extraordinario: era que en la casa de la mitad de calle hay una fiesta y adentro no se puede hablar por teléfono. De hecho, las risas ebrias estaban oyéndose hace rato, las risas ebrias también pasean por la calle, inundan el aire, camino al mar, dejando los huevos y huyendo de las zarpas de osos ociosos que por diversión deciden matarles (no hay necesidad con tanto cadáver).

El descubrimiento te llena de desazón (y vergüenza). Relees todo lo que anotaste y no puedes obviar la sensación de entre decepción y risa. Decides dejar la tarea para otro día, la tarea de llegar a un final y poder recostarte tranquilo sabiendo que tu momento no fue gastado en vano, que al menos puedes recordarlo por una prueba material de su existencia (como si eso lo hiciera más relevante). Puedes dejar el trabajo de terminar el texto para otra noche en la que también te sientas solo y desees con una desesperación contenida lograr sentir algo, por poco que sea, por ilusorio que parezca y por patético que resulte. Algo que pueda manifestarse a través de la digitación mecánica de caracteres encarrilados sin finalidades esclarecidas, sin necesidades intermediarias. Sería mejor dejar el texto para alguna otra noche ebria sin alcohol, helada sin frío, otra noche vacía y trastornada por sí misma en la que una idea irrelevante cruce por tu mente y pueda enfatizarse por sí misma usando palabras transcritas desde pensamientos, sin filtro.

O puedes aceptar la tranquilidad de sacarte el párrafo molesto, acortar la distancia y con un punto aparte tratar de empezar de nuevo. Ignorar lo anterior –los salmones, las chaquetas blancas, la necesidad de la existencia concreta de un meteorito a impactar sobre la órbita terrestre dentro del corto plazo-, o sea, evitar la elegancia, los círculos, darle la espalda a la esperanza de conseguir un escrito cerrado que gravite en torno a un tema bien definido del que después puedas estar orgulloso. Huir de todo eso con el riesgo de caer en la incoherencia, en el cripticismo involuntario que se manifieste como manoteo ciego dado en una habitación a oscuras. Seguir colocando los dedos sobre las teclas sin expectaciones, sólo con la cadencia natural que desprende el suave deslizamiento de las yemas sobre las letras de un abecedario románico. Puedes hacer eso o repetir lo mismo que habías ya escrito, intentar llegar a la médula de ese algo indefinible, inefable, que está más cerca del latir de la sangre que de la electricidad entre dos neuronas. El “algo” anquilosado en una profundidad cáustica que magnetiza y atrae, que llama por más, como una especie de droga enraizada en el significado de las cosas.

Pero lo más probable es que vuelvas a mirar el texto, y vuelvas a sentir vergüenza de los giros del mismo. Lo más posible es que de todo el espectro de opciones nuevamente presiones el comando de respaldo y luego la equis roja sobre el icono superior derecho, humillado ante la idea de haber siquiera intentado describir a través de un conjunto de palabras un grito ronco e inaudible, sordo, que desearías patentar como representante aislado de todo lo que quisieras que le pasara a tu mundo y no le pasa. Lo más probable es que sientas la derrota más fuerte ahora que al principio, más honda a medida que más oscura y fría se vuelve la noche, justo a la inversa que las risas, que la música a un par de casas de distancia; distancia gigante, como el mar gigante y lejano se ve desde el nacimiento del río por acá entre las montañas, hábitat de osos y salmones, y ciclos del agua, y vida, y bosques tan antiguos, grandes, majestuosos. Todo tan ingente y maravilloso, puro. Todo tan grande que a su lado el resto parece empequeñecerse. Todo tan ruidoso, tan feliz, tan ebrio y luminoso, que de contraste las lombrices parecen invisibles en la corteza de las coníferas, mimetizadas en el frío de la noche, en los argumentos erráticos destilados anónimamente en un lugar del espacio; un sitio amurallado y recubierto de argamasa, un búnker en la tierra, en la piedra sólida bajo el torrente del río, que vital y salvaje retumba, retumba, silenciando con facilidad el débil sonido de la respiración.

Texto agregado el 17-10-2007, y leído por 281 visitantes. (0 votos)


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