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Hace días que quiero escribir un cuento. Es difícil para mí escribir algo que aparentemente sea ficción. Tengo la tendencia a hablar como si me estuviera confesando, intentando emular de alguna forma plausible para mí lo que estaba pensando en ese momento. Esa carencia de planificación me limita. Un cuento en el ártico, sin humanos, pero con sensaciones humanas (sería imposible desligarse de ellas; o si es posible, yo no tengo el talento). Un cuento sobre un oso polar y su búsqueda de focas en las grietas del hielo. Una descripción detallada de su hábitat, de su devenir, de las dificultades. O quizás algo sobre los pudúes, leones, búfalos, bisontes o zorros de Nepal. Algo sobre animales, lleno de animales y naturaleza salvaje. Naturaleza rígida, fría, cálida, indiferente, sin presencia humana aparente. Algo puro, desligado.

O de humanos de antes, que ya no existen, que desaparecieron como el tigre de tasmania, como el pájaro dodo, alacalufes o yaganes, tehuelches, chonos, changos, cóndores de vieja estirpe. Quisiera escribir algo así y perderme en los detalles de mundos ya muertos o en vías de desaparición. Una especie de huella desfasada, mancha, rastro, sin necesidad de rebotar en alusiones a otras cosas; que pueda sentir que es algo simple y verdadero.

Podría ser un cuento sobre el viento en la cara, si es que “viento en la cara” no fuera una frase tan gastada. Una narración documental exenta de efectos especiales, de música de fondo, de ediciones que echan a perder la belleza de la imagen virgen. Una foto detallada, una sucesión de fotos de aficionado, un retrato sin mucho lujo de un hecho concreto. Imágenes con dirección, sin pretensión; escenas, cuadros, dibujos, grabaciones.

Más todavía quisiera vivir algo así. Estar en una llanura de Madagascar deslumbrándome con la ingente voluptuosidad de los baobabs. Mejor aún: palpar la corteza de las coníferas de los árboles más antiguos del mundo: visitar el bosque congelado del ártico, ver con mis propios ojos un huemul una vez antes que se extingan; o un leopardo ruso, o un burro salvaje de los himalayas.

Disfruto imaginando que lo hago. Mis fantasías al respecto son ilimitadas. Pienso en la textura del suelo, en la transparencia del agua, en los aromas poderosos del aire; la polinización agresiva. Pienso en todo eso mientras hipoteco un poco más de tiempo, mientras pasa todo un poco más rápido frente a mis ojos, más veloz y más borroso, más lleno de sí, tan lleno de sí que no hay espacio para más, que no hay tierra que vaya quedando sola. Imagino el cuento, también el oso, la piel de guanaco en los hombros del caonero; se aparece tan real frente a mí que me resulta imposible no sobrecogerse ante la fuerza de su imagen. No puedo abstraerme de su realidad magnética, de su mundo encapsulado en un referente de memorias; su mundo seco, arrollado por fuerzas que desconozco pero intuyo. No puedo no dejar de mirarlos, intentando aprehender la fuerza que despiden, la sensación de que en ellos radica una variante más potente de la vida, más honda y real, más dulce. No puedo no desear entender esa vida y vivirla, sentir que se traduce en mis venas como una sangre nueva y vieja, extinta; poderosa en su desaparición, en su aislamiento, en su avance sistemático a una dimensión propia: silenciada, suya, viva y muerta.

Texto agregado el 17-10-2007, y leído por 222 visitantes. (0 votos)


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