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Lo confieso, lo hice de nuevo, borré el maldito párrafo, y ni siquiera escribí el anterior. Les escribía a ustedes cuatro, los cuatro que me leen. A veces viene Jorge y otras Carolina, pero por lo general, o usualmente, son ustedes cuatro los que entran aquí. Es una responsabilidad tremenda, y por eso borré el párrafo. Si no hubiera nadie, si en verdad sintiera que le escribo a nadie (como lo he hecho en el cuaderno rojo viejo antiguo), no tendría por qué eliminar algo o avergonzarme. Me da miedo decepcionarles, o decepcionarme. Sí, soy excesivamente cobarde.

Ignacia se equivoca cuando dice que soy rudo. A mí me encanta que lo diga (hace meses que no lo dice) porque me hace sentir macho, Hemingway, cazador africano, legionario. Pero en el fondo me río y le digo que no, que no, porque si mezcla en dosis equivalentes un exceso de sensibilidad que desborda en lo inaceptable con otro exceso de autocrítica (que roza la autocercenación), tiene una maqueta razonable de mi estatus.

Yo le decía, Jorge es rudo, bebedor, canchero, yo no más soy demasiado amistoso con mi conciencia. No en un sentido moral, no me malinterpreten cuatro lectores queridos y afiatados, aunque también; a lo que me refiero con conciencia es a estar pendiente de dónde estás, qué haces, a evaluar el campo de batalla continuamente; si hay grietas por la banda derecha como para que la reina jaquee sin remedio mi rey, cosas así.

Lo que Ignacia quiere decir es que soy frío, distante, indiferente. Y eso, en distintos momentos, todos pueden decirlo. Tres de ustedes, cuatro lectores, pueden pensarlo con claridad y aseverar; “sí, de repente simplemente no está; hay que andarlo buscando, no viene”. Y siguiendo con lo negativo se puede decir que soy, a veces, sarcástico, egoísta o definitivamente perverso. Eso, sin embargo, es sólo una maqueta superficial que cubre, qué más si no, solamente miedos.

En el fondo, me rechinan los dientes si hablo directamente de mí. Porque si lo hago recuerdo maquiavélicas palabras clave al estilo de: hedonismo, narcisismo, esto lo hace toda la gente, etcétera. Por eso, si hablo de mí, tengo que poner un párrafo en donde explicite, aunque no sea del todo correcto, cosas malas sobre mí, y evitar conscientemente hablar de algo bueno. Me hace sentir mejor y en paz. Dos de ustedes saben que soy en realidad un muchacho perturbado, introvertido, sensible y cursi, con tendencia a darle migas a las palomas, a quedarse callado y con una nula capacidad de censura a la expresión a través de los ojos (malditos ojos que además están malos por defecto a 4.5 grados de aumento en el izquierdo y 4.7 al derecho). Sin embargo, con el tiempo, mi lengua ha sido domesticada al punto de que puedo hablar en clases y decir barbaridades sin temor a represalias (antes más que ahora; según Mauri yo no era más que “un payaso que buscaba llamar la atención, pero ahora que te conocí, en este tutorial, me pareces una persona bastante seria y con cosas interesantes que decir”).

Mi principal gracia es, como dos de ustedes saben, poder doblar el pulgar izquierdo hasta tocar la muñeca, lo que me convierte en sensación circense cada vez que el acto es realizado. También la flexibilidad en los dedos y una sonrisa estúpida que no se me sale casi nunca (idiota, imbécil, me ahorcaría), a menos que ande deprimente y pensando cosas que me avergüenza confesar (“¿sueñan los androides con ovejas eléctricas?”).

Pasando a lo social: soy modelo de ropa interior, me crié en Finlandia y sería capaz de violar al papa.

Qué estúpido puedo ser a veces. Me odio. Pero en el fondo, me río junto a mí. Según Penélope a veces mi sentido del humor puede ser perturbador (copyright 2007). Creo que el humor funciona distinto en cada ser. Con Penélope, sin ir más lejos, podemos reírnos juntos de estulticias realmente imbéciles (y ella dice: “oh, me encanta poder reírme de estas imbecilidades contigo”). Con Víctor nos reímos de absurdos más sofisticados, pero también más coloquiales. Ignacia se ríe de todo lo que digo, y eso me da mala espina (¿será risa social? Como nunca hemos estado cara a cara, no he podido comprobar la teoría). Con Gabriela llevamos meses sin hablar nada gracioso. Entre los dos a veces se forma una densidad que no he visto en ningún otro lado, y resulta abrumador. Con Alex cualquier cosa puede ser motivo de risa, o debe serlo, o debe ser satirizado y burlado (en realidad, con cualquier Psi2005). Mono tenía un sentido del humor fantástico. Era increíble, y realmente hilarante. Lo malo es que no me acuerdo de nada específico porque justo ahora me tiembla el hombro derecho (y sonrío estúpidamente; si pudieran verme, cuatro lectores, pensarían que tengo esquizofrenia o al menos que me drogué; debería atropellarme; o lanzarme contra los autos en la calle). Con Ignacio son más sonrisas que risas; me he dado cuenta con el tiempo que nuestra relación es brutalmente dickensiana (según yo claro; y quise evitar “decimonónico” porque hubiera sido trillado; me doy risa). No recuerdo una sola vez que me haya reído con Karen, pero sí recuerdo escenas en que ella se ha reído “a rienda suelta” (qué feo suena “a rienda suelta”) de cosas que he dicho (con el objeto de causa risa). Y así hurgando en el pasado, en el pasado remoto, en la prehistoria o más allá, recuerdo que Natalia se reía tan escandalosamente en clases que todo el curso se daba cuenta. La última vez que me reí fue hace un rato y fue un buen motivo de risa.

Me embargué, cuatro. Abrumé. Mi esencia de anciano florece apenas se engrasan un par de rodamientos y empiezan a correr psicóticas las escenas que he vivido. O recuerdos, como sea que les quieran ustedes llamar. O memorias. O sueños al revés. O pesadillas. Por un momento, y sin darme cuenta, creo que escribí sin hacer rechinar los dientes, sin estar pensando continuamente si lo que hacía estaba mal (aunque con toda probabilidad, cuando relea el susodicho escrito, me entren unas ganas libidinosas, insoportables, de eliminarlo).

¿Cómo estará Mono en Cuba? ¿Follará Matías en San Carlos? ¿Qué será de los perros cuando mueren? Mañana viajo. Antes corrí. Ahora hace frío, ahora, cuando me tiembla el hombro derecho y se me entumece el cerebro de a poquito. Se me aglomeran las imágenes, y las dejo, que paseen como quieran, que se exhiban, que liberen endorfinas o lo que sea, que se vuelvan dulces un momento, sin temor a que eso esté mal, o bien, o esté siquiera de alguna forma. Creo que me permitiré dejar de escribir ahora. Para poder divagar tranquilo, todas estas cosas que estoy pensando y que son ya prohibidas, cuatro, si ustedes me dejan, claro, si no se enojan si por un rato, no tanto, sólo lo mínimo permitido (el tiempo justo para ensoñarse con una que otra fantasía, drogadicta, onírica como el futuro inventado, como el sol rojo que me perturba de niño y todas esas escenas que están teñidas del color del trigo de Van Gogh, y el lila de Monet, y la desesperante frialdad de Pollock), me quedo callado.

Texto agregado el 17-10-2007, y leído por 205 visitantes. (0 votos)


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